Salón de uñas esculpidas

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

El otro día fui a comprar folios a una papelería que había cerca de casa y me encontré con que ya no existía. Un cartel me comunicaba que muy pronto se iba a abrir allí un «Salón de uñas esculpidas». Vaya por Dios. Me gustaba mucho aquella papelería, o mejor dicho, me gustan mucho todas las papelerías. No sé si los manuales de psiquiatría recogen el fetichismo de las papelerías como un trastorno diagnosticado, pero si existe -y yo estoy seguro de que existe- padezco esa honorable patología. Me gustan las tiendas repletas de objetos de escritorio, con los estantes llenos de rotuladores, cartuchos de impresora, gomas de borrar, clips, grapadoras, archivadores, cuadernos de anillas, sobres, etiquetas y sacapuntas (¡ah, las tiendas donde todavía se puede comprar un hermoso sacapuntas metálico!). Esa papelería era así: modesta, pequeña, oscura, acogedora. Todavía hacía fotocopias, aunque nunca vi a nadie haciendo fotocopias. No tenía un gran surtido de material -no era el lugar idóneo para que un fetichista pudiera alcanzar el éxtasis instantáneo al tocar una grapadora Petrus 224 o unas gomas Milan 430-, pero solía tener lo que buscabas. Y tenía muy buenos horarios, fines de semana incluidos.

Llevaban la papelería dos argentinos, padre e hijo. Eran gente adusta, poco habladora, retraída, pero que te atendía bien y que llevaba con eficacia su negocio. Desde luego, no gastaban palabras inútiles ni te saludaban con efusión. Te recibían con un seco «Buenos días» y te despedían con otro «Buenos días» igual de reseco. No desperdiciaban su tiempo hablando del calor o de la lluvia o de los turistas. Estaban allí para vender objetos de oficina, no para darle conversación a los ociosos y a los desocupados. Pero allí estaban ellos, cerca de la esquina, con la persiana metálica levantada cuando muchas otras tiendas de la calle ya habían cerrado. El padre llevaba siempre una corbata oscura que sólo se quitaba en los días más calurosos del verano. El hijo, más moderno -o menos respetuoso con las normas del comercio-, solía llevar una camisa de cuadritos.

Por lo poco que sabía del padre y del hijo, habían emigrado de Argentina hace unos años -quince, veinte- cuando las cosas se pusieron mal en su país. Los que se burlan y desprecian a los emigrantes deberían haber vivido algunas de las cosas que imagino que vivieron este padre y este hijo. No sé si tenían una papelería en Argentina y querían continuar con el negocio aquí, pero me da la impresión de que sí. Estas cosas se ven en la forma en que te nombran las texturas de las gomas de borrar o los colores de los rotuladores. «Ese rotulador Edding 1200 sólo se fabrica en rojo o en magenta o en rosa neón», me dijo una vez el padre cuando buscábamos un rotulador de una tonalidad que no aparecía en los catálogos (cosas de fetichistas, supongo). «¿Rosa neón?», repliqué. «¿Qué es eso?» El hombre se encogió de hombros. Estaba claro que no iba a desperdiciar su tiempo explicándole algo tan evidente a un idiota.

Fuera como fuese, lograron abrir su pequeña papelería en el país donde iban a iniciar su nueva vida. Por lo que recuerdo, el negoció duró cinco o seis años, hasta que me lo encontré con la persiana bajada en pleno día y el cartel que anunciaba el Salón de Uñas Esculpidas. ¿Qué será ahora del padre y del hijo? Ninguno de los dos eran jóvenes y ninguno de los dos debía de tener muchas reservas de confianza ni de energía. ¿Cuántas veces puedes volver a empezar de cero en la vida? ¿Y adónde puedes ir cuando te das cuenta de que has fracasado por segunda vez, y que esta vez va a ser la definitiva? ¿Se pondría todavía el padre la corbata oscura que dignificaba su negocio para ir a comprar el pan, ahora que se había convertido en uno de esos desocupados que tanto le molestaban?

Es curioso, pero no hay ninguna clase de épica romántica en la vida de este padre y este hijo. Al fin y al cabo, son -mejor dicho, eran- comerciantes pequeño burgueses, gente que tiene fama de despreciable y mezquina (los dos grandes totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el comunismo, se fundaron en el odio inextinguible hacia esta clase de gente). Y por eso mismo, los escritores, los directores de cine, los dramaturgos, contarán mil historias de okupas o desahuciados o discapacitados o emigrantes ilegales, pero esta papelería desaparecida no va a despertar el interés de nadie. De hecho, hay poquísimas novelas que hablen de la vida de la gente que tiene un pequeño negocio. Sólo se me ocurren «l’adroguer Antoni» de La Plaça del Diamant o el dueño de la tienda de El dependiente, del grandísimo Bernard Malamud, que estaba inspirada en la propia tienda de comestibles que su padre -un emigrante judío- tenía en uno de los barrios más pobres de Brooklyn. No, no hay épica en la vida de un hombre que todavía se pone una corbata oscura para atender su negocio de clips y cartuchos y rotuladores. O sea que vayan pasando si quieren al «Salón de Uñas Esculpidas».

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