En pocas palabras

Cuento de Navidad

Foto de archivo

Foto de archivo / LUCIO ABAD

Antonio Sempere

Antonio Sempere

Sucedió aquel lunes del chaparrón imprevisto sobre Alicante. Después de tanta sequía nadie lo esperaba. En la cancela del centro comercial Plazamar, muy cerca de la hora del cierre, nos concentramos personas de toda condición. Sobre el contraluz de los rayos se veía cómo jarreaba con ganas. Aquello era una Torre de Babel de lenguas y acentos. El momento no era grato, pero el retrato humano que pude saborear durante la media hora que permanecí allí era de lo más enriquecedor. Alicante se mostraba ante mis ojos tan mestiza, diversa y auténtica como realmente es.

Pasadas las diez de la noche, sin más dilación, me decidí a cruzar la pasarela rumbo a la parada de autobús. Sin paraguas. No he tomado un taxi en mi vida. Ni siquiera para ir al Hospital después de que me quitaran la vesícula lo hice. Probé esa experiencia las veces que fui jurado de Hogueras mientras estuvo al cargo de esos menesteres Juan Carlos Vizcaíno. Nunca más.

Cuando llegué corriendo a la pasarela coincidí con un padre de familia, pertrechado por bolsas de basura a modo de impermeable, junto a su mujer y sus dos vástagos, que me llamó: “señor, señor”. Se paró, y ni corto ni perezoso, me enfundó uno de esos disfraces de hombre de plástico, y se despidió con un “que tenga buena noche”. Vivía en un barrio de la ciudad y tenía un acento del sur. Desde luego no era un Carratalá Carratalá.

Mientras esperaba el bus empapado reparé en que quizá mi tan cuestionada Alicante, por la falta de arraigo total, tiene sus cosas. Es como es, y como tal hay que asumirla. Cuando fue al cine aquella tarde de noviembre, no imaginé que viviría la moraleja después de ver la película.