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Varios soldados transportan un ataúd en Kiev.Reuters

Cuando la vida está en un ataúd

Navidad en plena guerra. Guerra en plena Navidad. Guerra y Navidad: dos realidades que resultan incompatibles pero que conviven en estos días de un modo tan dramático como inexplicable. Esta Navidad habrá nuevas viudas que llorarán a sus maridos muertos en las trincheras, habrá niños y niñas que pasarán hambre y frío, habrá miles de personas que pasarán los días entre escombros.

En estas fechas, el mundo se verá inundado de mensajes cargados de buenos deseos. Deseos de felicidad, de paz, de salud, de prosperidad… Me parece una buena costumbre, aunque tenga un alto ingrediente protocolario. Acostumbrados a escuchar insultos, calumnias y agresiones, creo que no está mal que durante un par de semanas cruce el planeta un tsunami de felicitaciones y buenos deseos. No sé si las bombas y los cañonazos de la guerra rusa en Ucrania permitirán escuchar la formulación de ese aluvión de palabras hermosas.

Cuesta pensar que nos hemos habituado a convivir con una guerra. Forma parte ya de nuestros telediarios, de nuestras tertulias, de nuestros programas de radio. La guerra sigue ahí, sin que se le vea el fin. Algunos hablan de años de conflicto. Nos desayunamos con la guerra y nos vamos a la cama con la guerra. Un día tras otro, más de trescientos días ya.

Es casi increíble. Mientras vamos al cine, mientras nos desplazamos a la casa de nuestros familiares para celebrar la cena de Nochebuena, mientras damos un paseo, mientras cenamos en un restaurante, mientras leemos un libro, mientras se celebra la misa o se juega un partido de fútbol… la guerra sigue en pleno auge. Una guerra que ha tenido una iniciativa unilateral y que ha roto todas las reglas del juego. Una guerra, que no es un litigio entre partes, sino una decisión arbitraria y caprichosa del poderoso tirano que pretende anexionarse al más débil.

Mientras comemos, compramos, regalamos, llenamos las ciudades de luces y nos felicitamos, un país es bombardeado sin tregua y sin piedad por otro mucho más grande y poderoso ante la mirada atónita del mundo. Mientras celebremos la cena de Nochebuena, familias enteras serán golpeadas por la muerte, el frío y el hambre. Mientras Papá Noel y los Reyes Magos repartan regalos a manos llenas entre los niños ricos, otros niños se verán vapuleados por todo tipo de necesidades y terrores, si es que no se los lleva la muerte que siembra la guerra.

Cuesta pensar que, de forma simultánea, se estén produciendo en estos días experiencias tan antagónicas: miseria y opulencia, opresión y libertad, guerra y paz… Mientras unos paseamos por las calles iluminadas entre hermosos acordes musicales, en las ciudades ucranianas corren las personas a esconderse en los refugios antiaéreos. Mientras unos permanecemos confortablemente en nuestras casas, otros se mueren de frío (las temperaturas son ya de menos diez grados) y de hambre machacados por la crueldad de la guerra.

Por lo que sé no habrá tregua en Navidad. La celebración de este año estará enturbiada por esta maldita, injusta y horrible situación bélica. No es fácil explicar que durante más de trescientos días no hayan cesado los bombardeos, la destrucción y la muerte.

El presidente Zelenski ha salido por primera vez del país para viajar a Estados Unidos en las vísperas de la Navidad. Ha sido recibido en la Casa Blanca por el presidente Biden y ha dirigido la palabra al parlamento, que le ha colmado de aplausos. El mundo no puede callar ante este atropello.

La guerra tiende a recrudecerse. Todo hace pensar que el conflicto se va a perpetuar, que el exterminio va a cronificarse, que la destrucción se va a mantener. ¿Cuántas cosas se podrían haber mejorado en la educación y en la sanidad con el dinero que cuestan las armas empleadas en la guerra? ¿Cuánto costará reconstruir todo lo que la guerra ha reducido a escombros? ¿No se les podría dar con ese dinero a los niños y a las niñas de Ucrania una infancia y un futuro mejor?

Hay relatos sobre la guerra que calan los huesos de angustia. Bastaría que cada ciudadano o ciudadana contase la experiencia que está viviendo. Voy a reproducir dos testimonios impresionantes.

Irina Sushkova, esposa de Viktor Sushkov, oficial muerto en combate escribe de forma desgarrada: «Estoy sentada junto a un marido muerto. Mi vida yace a mi lado en un ataúd cerrado. Mi vida, que enjugó mis lágrimas y dijo que nunca se iría. Volaste a casa del trabajo con los bolsillos llenos de chocolates para que no estuviera triste. Y todo lo que te llevabas, siempre lo repartías para presumir de cómo cocino. Nunca tuviste miedo de nada, ni una sola vez. Sonreíste todos los días, incluso si todo estaba mal. 'Estoy abrigado y como bien'. Hiciste planes para el próximo año, cuando vamos con nuestros padres. Durante mucho tiempo he pensado en qué regalarte para tu primer aniversario de boda. Y tuve que elegir una corona para la tumba. En la última conversación dijiste que guardas mi sueño. Ahora guardo el tuyo por el resto de mi vida. Eres un oficial con un código de honor tan inmenso que estos perros ni siquiera podrían soñar. Maldigo a estos fascistas por ti, querido, por nuestros hijos por nacer, por la vida robada, la tuya y la mía. Estoy sentada junto a un marido muerto. Soy viuda a los 25. Mi vida fue robada por Rusia».

Artem Liashenko, científico ucraniano, habla del robo de la primavera y la infancia de los niños en su país: «Por el momento tenemos dos opciones disponibles: el miedo y el odio. Viniste mal. Por la noche. Robaste la vejez a nuestros padres y la infancia a nuestros hijos. Nos robaste la primavera. Ella vino, pero no la notamos. Pero tendremos muchos manantiales más y ya te habrás ahogado en la oscuridad. Te odiaremos. Por nuestros padres canosos, que deberían haber entretenido su tiempo con una caña de pescar, pero pasan a la defensa. Por niños que vierten cócteles molotov y nacen bajo bombas. Por cada uno que murió. Por cada ciudad. Por cada árbol arrancado. Por la casa de maternidad destruida. Pero arreglaremos todo. Nuestras mujeres darán a luz guerreros. Sembraremos pan sobre tus huesos. Es en nuestra tierra donde sepultaremos tu grandeza imperial. Y es con tierra negra ucraniana que rociaremos tu Z oxidada. Los más religiosos entre nosotros se han olvidado de la humildad y están listos para roeros la garganta. Nuestro 'que estás en los cielos' es enviarte más allá. Nuestro 'amén', que mueras. Dijiste que no somos una nación, que no existimos. Pero ahora todos los ucranianos en cualquier parte del mundo han escuchado la llamada de la sangre»

¿Cuántos relatos como estos provoca una guerra? Miles, millones de historias aterradoras. ¿Por qué? ¿Quién se puede atribuir el derecho a causar tanto daño? ¿En nombre de qué dioses, de qué patrias, de qué valores, de qué intereses se puede causar tanta desgracia?

¿Qué mundo estamos construyendo? ¿Qué mundo le presentamos a nuestros hijos, a nuestras hijas? ¿Cómo podemos persuadirles de que la palabra y la negociación son el mejor camino para alcanzar la paz si los poderosos resuelven los conflictos a bombazos? ¿Cómo podemos explicarles que todos los seres humanos, por el simple hecho de serlo, son depositarios del mayor respeto y dignidad si quienes han llegado más alto matan a inocentes por mero capricho?

¿Qué tipo de escuelas tenemos? ¿Cómo es posible que salgan de ellas personas capaces de declarar una guerra, de combatir en ella sin piedad y de contemplarla sin la menor mueca? ¿Qué hemos aprendido en las escuelas, solo geografía, matemáticas y química? ¿Y qué sobre solidaridad, compasión, justicia, dignidad y libertad?

Mientras celebramos la Navidad (¿qué es en realidad lo que celebramos mientras se sigue bombardeando a inocentes?) pensemos en el infierno que la guerra ha convertido a Ucrania. Pensemos en las causas de esta tragedia que destruye no solo a un pueblo sino al mundo entero. Pensemos en los valores que rigen los comportamientos humanos. Y luchemos por un mundo diferente en el que la guerra sea solo una palabra convertida en una odiosa y triste antigualla. A pesar de todos los pesares, feliz Navidad.

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