Benedictus mortuus est

Adiós a Benedicto XVI.

Adiós a Benedicto XVI. / Reuters

Juan Carlos Padilla Estrada

Juan Carlos Padilla Estrada

El Papa Emérito Benedicto XVI ha fallecido. Ha protagonizado un episodio inusual en la historia de la Iglesia, pues desde hace 598 años no se había producido la renuncia de un Papa.

Cada acontecimiento vaticano vuelve a poner en primera línea de la opinión pública la situación de la Iglesia.

España es un país tradicionalmente católico, donde la Iglesia ha tenido un papel protagonista que ha excedido durante muchos años su propia acción pastoral, por mor de acontecimientos políticos felizmente superados.

Existe un cierto combate entre aquellos católicos que defienden que la Iglesia es un club privado con unos estatutos que no han variado en dos mil años y que no ha de someterse a modas, ideologías, minorías, asumir lo políticamente correcto ni convertirse en una ONG: a quien le guste bien y a quien no, busque en otra parte. Así, defienden, habría menos fieles pero serían mucho más firmes; la Iglesia sería más respetada y más atractiva para los que buscan espiritualidad y menos buen rollo.

Al otro lado están aquellos que proponen que la Iglesia debe adaptarse a los tiempos, evolucionar, como lo ha hecho una sociedad que hoy en día es muy diferente de la hace veintiún siglos, asumir costumbres sociales que se han hecho normales y admitir bajo su cúpula la dirigencia de las mujeres, las minorías sociales, el amor y las variantes sexuales y procedimientos que hace unos siglos se veían como motivos de excomunión y ahora resultan normales en un mundo complejo y heterogéneo.

En España, el 70% de la población se declara católica, pero solo un 14,6% es practicante de manera regular. Solo el 22% de las bodas en España son religiosas. En Estados Unidos, el 58% de los católicos se declara partidario del matrimonio homosexual y un 73% apela a su conciencia para guiarse en cuestiones morales difíciles, solo el 15% recurre a la Biblia y el 11% a los consejos del Papa.

Lo cierto es que la sociedad ha ido convirtiendo a la religión en una especie de buffet libre. Se escoge solamente aquello que apetece y se desecha lo que no conviene: se puede creer en el cielo, pero se descarta la idea de un infierno; se puede tener una moralidad más o menos inspirada por los designios de Dios, pero se asume el sexo prematrimonial como aceptable; se considera uno miembro de la Iglesia, pero no va a misa, aunque sea un precepto obligatorio.

En esto, como en muchas otras cuestiones, será difícil que nos pongamos de acuerdo. Para algunos esto puede parecer normal, de hecho es lo que hacemos con los partidos políticos a los que votamos: respaldamos algunas de sus propuestas e ignoramos lo que nos molesta.

Pero no deja de ser una forma rara de relación con la religión, a no ser que ésta sea ya como todo lo demás de nuestro mundo opulento: una mezcla de marketing, consuelo moral, estética, una leve sensación de pertenencia y bastante individualismo, incluso una distinción que exhibir en según qué ambientes.

Seamos o no católicos, religiosos o mediopensionistas, hemos de admitir que, como bien me recuerda mi padre desde su atalaya de sabiduría, nuestra sociedad de inicio del tercer milenio se basa en tres pilares: la filosofía griega, el derecho romano y la moral cristiana. Y eso es algo que nos ha llevado hasta donde nos hallamos, que ha inspirado nuestros códigos de conducta actuales ─incluyendo los catálogos de derechos humanos─, y que ha influido decisivamente en que nuestros conceptos actuales sean objetivamente más racionales y mucho más humanos de lo que eran hace algunos siglos, y eso es algo que solo podemos negar por ignorancia o mala fe.

Unos defendemos la evolución de la institución, aunque no la consideremos ya como nuestra, mientras otros prefieren el inmovilismo o incluso la involución a situaciones preconciliares. El tiempo como siempre, será quien otorgue o niegue razones.

Mientras tanto nos queda una Iglesia Católica cada vez más envejecida, escasamente frecuentada y apenas influyente, excepto cuando se producen acontecimientos en sede vaticana.

Yo no soy nadie para dar consejos, y menos a Sus Eminencias, pero quizá convendría que le dieran una vuelta a este asunto y tomaran decisiones antes de que sea demasiado tarde y nuestros descendientes contemplen los vestigios de esta institución como nosotros lo hacemos con los templos maya o las pirámides de Egipto.