Entre acordes y cadenas

Una tarde lluviosa en las bodegas Pérez Barquero

Un momento de la vendimia de este año.

Un momento de la vendimia de este año.

 En la ciudad de Montilla, a escasos cincuenta kilómetros de la monumental Córdoba, la Sultana, se alza una catedral. No sacra, como la Basílica de San Juan de Ávila, con su espléndido retablo, sino profana, a la que los visitantes, procedentes de los cuatro puntos cardinales, acuden para tratar de descubrir los secretos que esconden los pequeños frutos de la vid. Esos que, cuando llega la vendimia, adornan los campos cordobeses y ofrecen a los espectadores una visión digna de ser inmortalizada, ya sea en los lienzos o en las mentes.

Es un lugar que no pasa desapercibido. De poca alzada, pero de gran tamaño, situado en el número veintisiete de la Avenida de Andalucía, una de las más amplias de la villa, que conduce al casco histórico y a todo lo que convierte a Montilla en una genuina “Ruta de los Recuerdos”. En su fachada, negro sobre blanco, está escrito su nombre: Pérez Barquero. Y en su puerta, en la parte superior, dos palabras: Las Mercedes.

Nada más entrar hay un inmenso patio, flanqueado por dos columnas de árboles. A un lado naranjos y al otro, limoneros. Una curiosa combinación que confiere al entorno un encanto especial, más aún cuando los cielos se tiñen de gris y la lluvia humedece los frutales. A veces, las gotas caen en la misma rama y provocan el desprendimiento de sus coloridas esferas, que se agrietan o se abren, permitiendo que su jugo se propague por el suelo.

El olor es el signo distintivo de este templo del vino, fundado hace ya más de un siglo, en 1905, por los hermanos José, Julián y Emilio Pérez Barquero. Y, aunque luego fueron sucedidos por las familias Córdoba, Ruz y Gracia, la tradición ha permanecido intacta hasta nuestros días. Basta con adentrarse en cualquiera de las naves, cerrar los ojos durante un instante y respirar. Las de crianza biológica, de futuro amontillado, de palo cortado y, por supuesto, del soberbio fino, con sus levaduras que forman el velo de flor, cerradas, construidas con muros gruesos y techos altos, ventanas con persianas, para proteger las botas de la luz directa del sol, y temperatura estable y húmeda. Un auténtico ecosistema. Y las opuestas, las de crianza oxidativa, de oloroso y Pedro Ximénez, abiertas, necesitadas de aireación y contrastes de temperatura entre el día y la noche y las distintas estaciones. Te encuentres en una u otra, el aroma te envolverá. Y no sólo el del vino, que reposa en las barricas durante largos años, sino el de la propia madera, vieja y con carácter, o el del albero recién regado en los meses secos.

Se trata de un todo perfecto. Porque, además, los anfitriones te reciben y, amablemente, te abren sus puertas. Conocen bien su casa, cada pasillo y cada ventana. Y, desde el inicio hasta el final, salta a la vista que, para ellos, Pérez Barquero no es sólo una bodega, sino una forma de vida, heredada de generación en generación. Hasta el detalle más insignificante ha sido elaborado con pasión, como si en el momento de hacerlo no hubiera existido nada más.

Así pues, no es de extrañar el resultado de su trabajo. Un vino excelente surgido de una uva también excelente, la Pedro Ximénez, la principal de la Denominación de Origen Montilla-Moriles que, por suerte para quienes no vivimos en Córdoba, ya comienza a extenderse más allá de Sierra Morena, superando los Montes de Toledo, el Sistema Central, el Ibérico e incluso los Pirineos. Ya que, quien lo ha probado alguna vez a la sombra de una barra, seguro lo demandará en la siguiente que visite, ya sea a las orillas del Guadalquivir o del lejano Ebro.

Recuerden ustedes aquella frase que los antiguos transistores repetían una y otra vez allá por los años cincuenta. Esa consigna, tan original como verdadera, que surgió del ingenio del médico madrileño Juan José Arístegui. Cuando abran la puerta de cualquier bar y tomen asiento, pidan la carta de vinos y revísenla, lean las opciones que les ofrecen y, tras hacerlo, pasen las páginas hasta llegar a las tierras cordobesas, donde se cultiva la una blanca. Y en el momento de la elección, hagan memoria del perfume que percibieron al entrar en Pérez Barquero, y digan alto y claro: “la elección es bien sencilla, o Moriles o Montilla”.