Perfil

Xavier Rubert de Ventós, Cueto, las ideas y las nacionalidades

Era un hombre libre y alegre al que veía entrar y salir de las reuniones o de las fiestas como si lo rejuvenecieran la propia edad y también los enamoramientos

El filósofo Xavier Rubert de Ventós, en 2008.

El filósofo Xavier Rubert de Ventós, en 2008. / ÁLVARO MONGE

Juan Cruz

Juan Cruz

Cuando entonces, es decir, cuando Francisco Umbral inventó aquella manera de empezar a contar los tiempos para hablar de las épocas en que recordar todavía no era de alfileres, surgieron en la España de la predemocracia dos nombres propios que eran luces rompiendo las sombras. Los dos eran dialécticos dotados de la pedantería precisa para irrumpir en los salones literarios o filosóficos rompiendo todas las antigüallas, algunas de las cuales nunca se rompieron del todo. Ellos no fueron asimilados por el sistema de la política, o por lo menos nunca (entonces) sintieron que fuera necesario compaginar el genio con la obediencia, y refrescaron la vida nacional (entonces ya casi plurinacional) hasta hacerle sitio a lo que ya entonces se podría llamar la vida moderna de España. Es decir, la España europea que traducía todo lo que la hiciera mejor y que tenía en aquellos dos una garantía reforzada contra el lugar común que habíamos heredado de la dictadura. Ese lugar común, el desentendimiento, la voluntad de parar el motor moderno, el deseo brutal de echar el ancla, fue desbaratado por estos dos personajes. Uno no está desde 2019, y era Juan Cueto, y el otro murió anoche en Barcelona, y era Xavier Rubert de Ventós, uno de los grandes pensadores modernos de la España que vivió la aventura de ir borrando las consecuencias de la posguerra.

Cueto fue un resplandor asturiano, un heredero de Leopoldo Alas Clarín que tenía en un casa de Somió, en Gijón, una guía general para seguir todos los astros intelectuales que emitían desde Europa, empezando por Umberto Eco, que era su amigo. Inventó una España nueva, y una mejor manera, moderna, de decirlo. Y en el otro extremo de la Península, en aquella época de las ideas (de la renovación radical de las ideas) estaba Xavier Rubert de Ventós. Cuando venía a Madrid traía un arsenal de novedades, filosóficas, estéticas, literarias, que le llegaban sopladas con el viento de París, de Roma o de Fráncfort, y con el conjunto barroco de ese conocimiento de lo extranjero ayudó a quitarle hormigas u otros insectos a los restos del franquismo. Era un hombre libre y alegre al que veía entrar y salir de las reuniones o de las fiestas como si lo rejuvenecieran la propia edad y también los enamoramientos.

Fue un genio de lo moderno, lo ayudó a asimilar junto con las ideas de modernidad que regaló a todo el mundo, en periódicos, en libros, en las iniciativas innumerables que ahora son materia, seguro, de las mejores necrológicas. El rumor persistente de las previsibles consecuencias de la enfermedad que padecía me traía siempre gestos suyos, maneras de ser tan joven peinando ya una edad que se le escapaba por la risa, como aquella vez que entró, con Luisa Castro, tan brillante, tan querida madre de Xita, la hija de ambos, tan buena escritora también, tan joven, a una cena en la que oficiaba tranquilo José Saramago. Entraron, miraron la concurrencia nocturna, los discursos que cada uno de nosotros iba haciendo para tratar de que el ingenio propio fuera mejor que el ajeno, y se fueron como dos chiquillos que no solo estrenan amor sino conversación y más audacia.

Era aún esa España que corría de un lado a otro a ver qué decía el otro (Cueto, por ejemplo) que alimentara al de más allá (Rubert, sin ir más lejos), la España que tenía (como diría Enrique Gil Calvo, de esa estirpe) prisa por tardar. Las ideas poco a poco se fueron arrinconando en favor de la palabra nación, y en Catalunya nació un proceso que por un tiempo ha empañado la discusión anterior para referirnos más a los terruños que a las ideas que deben ir por encima de los terruños. Y así vamos perdiendo el tiempo de las ideas hasta llegar a una época de freno que en algunos momentos también parece de frenopático. Y ahí es donde veo otra vez a Rubert, al frente de una manifestación en la que era quien aplaudía al autor intelectual del principio del 'procés' que desde la llegada del tren que traía a Artur Mas de Madrid (de ver a Rajoy) a Barcelona no ha cesado de quitarle tiempo al futuro.

Ahora que ha muerto Xavier Rubert de Ventós la vida me devuelve, junto al dolor y la melancolía que trae la noticia del final de mente tan audaz, tan envidiada, la alegría de haberlo tenido cerca. Ayudó a que el tiempo fuera mejor, su risa, sus gestos, su manera juvenil de decir no al pasado, su audacia para traer el extranjero al estadio de las ideas, en las que fue uno de los más preclaros jugadores.

Gracias, Rubert, radiografía d'un temps, d'un país.     

Suscríbete para seguir leyendo