Encalao en el terrao

Homenaje a aquellas mujeres: esposas y madres

Cuatro generaciones de mujeres: bisabuela, abuela, madre e hija. / Foto: A. Darblade – Col, de Fco. Sala

Cuatro generaciones de mujeres: bisabuela, abuela, madre e hija. / Foto: A. Darblade – Col, de Fco. Sala / Cuatro generaciones de mujeres: bisabuela, abuela, madre e hija. / Foto: A. Darblade – Col, de Fco. Sala

Francisco Sala Aniorte

Francisco Sala Aniorte

El pasado miércoles, como cada 8 de marzo, se celebró el Día de la Mujer en conmemoración a un suceso que marcó la historia en 1908. 129 mujeres y 23 hombres perdieron la vida en un incendio en una fábrica de Cotton, en Nueva York, tras declararse en huelga con permanencia en su lugar de trabajo.

Un año después, en 1909, en Estados Unidos se celebraba por primera vez el Día Nacional de la Mujer, para, en 1910, declararse Día Internacional de la Mujer. Es por su origen que también se conoce el 8 de marzo como el Día de la Mujer Trabajadora, dado que es un día dedicado a la lucha por la igualdad de derechos en todos los ámbitos, y el laboral sigue siendo uno de esos campos en los que queda mucho por lograr.

HOMENAJE A AQUELLAS MUJERES: ESPOSAS Y MADRES

Cuatro generaciones de mujeres: bisabuela, abuela, madre e hija. / Foto: A. Darblade – Col, de Fco. Sala

Las mujeres torrevejenses, hasta principios del siglo XX, se casaban jóvenes, porque la esperanza de vida era corta. Una mujer era ya anciana a los 40 años y a esa edad no se permitían ciertas locuras. «Se guardaba» en la casa, la hija había tomado el relevo, y ella se coloca el pañuelo negro a la cabeza, las medias negras y el delantal, y dejaba de cuidarse. Se dedicaba a transmitir sus conocimientos y a cuidar de sus mayores que eran ancianos.

Guardaba el luto al esposo fallecido. No pisaba los portales de la casa hasta la misa de duelo al cumplirse el primer mes del fallecimiento, y llevaba medias negras, blusa negra, falda negra, y pañuelo negro a la cabeza, al menos durante tres años o incluso toda su vida. Muchas mujeres se quedaban como chicas viejas -solteras-, bien porque el novio había muerto y ya no volverían a entablar relaciones, o porque les había dejado por otra moza y, una mujer «galanteá» por otro no la querían, e incluso ella, por despecho hacia los hombres, prometía no volver a mantener relaciones con nadie.

Por el fallecimiento del esposo se guarda luto entero durante años o por toda la vida, vestida de medio luto -ropa blanca y negra- otra larga temporada. La radio se tapaba con un paño negro, y los visillos de las ventanas y postigos se ponían de tela de color negro con lunares blancos. La mujer conservaba las esquelas de los vecinos y amigos que habían fallecido, los recordatorios de las comuniones de los hijos de los vecinos, y en el libro de misa recopila montones de hojitas con jaculatorias, oraciones, recortes de periódicos y estampillas de santos y vírgenes.

Una vez sola, sin el marido, estaba mal visto que la mujer saliera a las fiestas, todo lo más se acercaba a misa. No solía estar hablando con hombres, a pesar de que muchas viudas jóvenes eran asediadas por pretendientes, bien solteros o viudos, que le ofrecían una vida distinta, pero ella conservaba el recuerdo de su marido, muchas veces por el qué dirán.

La mujer anciana estaba apartada de las tareas domésticas, dedicada sobre todo a los recuerdos, a hacer algunos recados, a zurcir calcetines, coser botones, remendar, para entretenerse, porque era triste mantenerse en el ocio y que el pensamiento se volcase hacia los pocos días, meses o años que le quedaban de vida. Ser una inútil era su desesperación, con sordera y la visión casi perdida, con la mala memoria y múltiples achaques. La anciana joven de aquella época estaba condenada a la mecedora y a «empotrarse en la cama».

Acudía a los velatorios y los entierros, a la misa diaria y a las novenas, acercándose cada vez más a la religión que le predicaba el camino hacia la vida eterna, que ella vía cada día más cercana. La demencia senil, la trombosis, las piernas que no le valían para sostenerse; era el triste final de una vida de luchadora. No había Residencias-hoteles de ancianos, no había camas articuladas, ni colchones anti-escaras, no había cuidadoras a domicilio por turnos de ocho horas. Ellas deseaban acabar pronto, con su miedo a sufrir dolores, por no dar quehacer a las hijas o nueras. Ya poco les unía a este mundo, porque mientras que su hombre vivía estaba entretenida, y parecía que su papel en esta vida no había acabado, pero después de enviudar ya no era nadie, ni decidía ni opinaba.

La mujer anciana era un estorbo, pero se mantenía en la casa familiar. El hijo o la hija no la llevaban a un asilo, a pesar de que ella renegase diciendo que era el sitio donde estaría mejor para no ocasionarles problemas. La mujer anciana moría en su cama, en su casa, junto a los suyos, agarrada a la mano de los hijos, arropada con la visita de sus amigas y vecinas, acompañada de la foto del marido premuerto en la mesilla de noche, rodeada de sus recuerdos, desmontando en su subconsciente las miserias y grandezas pasadas, lo que sólo ella conocía, sus secretos de mujer. La mujer en la ancianidad, etapa final de una alegre y mísera infancia salinera o pescadora, aquella que había vivido una vida de sacrificio como niña, como joven, como madre y como esposa, veía que sus días de esperanza estaban agotándose, y a veces no le quedaba ni tiempo ni lugar para terminar su existencia en paz. Vaya desde aquí el recuerdo a sus sacrificios de las mujeres de aquella época.