LA PLUMA Y EL DIVÁN

Sociedad aquiescente

Foto de archivo

Foto de archivo / Ministerio de Relaciones Internacionales de República Dominicana

No sé si alguna vez se ha planteado que con el paso del tiempo vamos perdiendo capacidad de condescendencia, que después volvemos a recuperar con la vejez, cuando se supone que nos convertimos en personas más maleables porque desarrollamos una capacidad de tolerancia, amasada con los años, que nos hace dóciles y buenas personas a los ojos del mundo.

Avanzar en el crecimiento personal implica generar valores que nos lleven por el camino de la humildad y la condescendencia, poder ponernos en la piel del otro para vivir en nuestras carnes lo mismo que está experimentando y viviendo el que tenemos enfrente, y ser capaces de entenderlo sin justificaciones absurdas.

Pero ser condescendiente no siempre implica ser aquiescente, en la condescendencia está implícito un valor como la bondad, el hecho de asentir por algo o alguien para que mejore su estado frente a un problema, una crítica o un hecho.

En cambio, el aquiescente es mucho menos sesudo, más austero, menos implicado en el proceso, porque se deja arrastrar sin que medie una reflexión previa que conlleve bondades o mejoras para nada, ni para nadie. Posiblemente el asentir sin condiciones signifique abrir la puerta de la estupidez, dejarse malear sin oponer resistencia por pura apatía, por carecer de argumentos, por dejadez o por sumisión.

Para la psicología la aquiescencia es una trampa de la que resulta complicado salir, al igual que la deseabilidad social. Esta última es una tendencia irracional a mostrarse mejor de lo que uno es ante una masa crítica. En cambio, la aquiescencia es una inclinación irreflexiva que conduce a una persona a estar de acuerdo con todas y cada una de las cuestiones que se le presentan sin juicio propio.

Hemos entrado de lleno en una nueva etapa social donde el asentimiento se puede convertir en todo un ritual protocolario fundamentado en estructuras de miedo al fracaso, miedo al qué dirán o miedo a ser ninguneado.

El consentidor puro, el que no pone jamás trabas a nada, ni a nadie, comienza a tener una imagen de bien visto, por su docilidad. El poderoso puede perfectamente confiar en los aquiescentes sin ningún temor a ser traicionado, porque juega con la ventaja de haber generado una inercia en los consentidores cercana a lo patológico, que sería difícil de quebrar.

Lo estamos viendo diariamente en el fastuoso escaparate de la política española, donde los aquiescentes son mayoría abrumadora, en reverente sumisión a los manipuladores que son los que manejan las cuerdas del poder. Lo peor de este asunto es que la voz del pueblo, la sociedad, se está volviendo aquiescente, si no lo es ya.