Tribuna

La postura de dormir

Imagen de archivo de dormir

Imagen de archivo de dormir / Freepik

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Me dice mi hijo, así, de pasada, que hace días que le cuesta dormir. Como me conoce como si fuera hijo mío y sabe que, como decían los payasos de la tele, soy más que capaz, capataz de, sin levantar la mirada del teclado siquiera, soltarle una conferencia que empiece culpando de casi todo al cambio climático para acabar con lo que corrompe a los ritmos circadianos cada maldito cambio de hora, me corta con un que lo que pasa es que ha perdido su postura de dormir. ¿Que ha perdido su postura de dormir? Este hijo mío —alto y guapo— sabe cómo ganarse la atención de una mujer. Cerré el ordenador y lancé el móvil para volverme hacia él deseando que me contara más.

Me dijo que tiene una postura de dormir y yo asentía —¡quién no tiene una postura de dormir!— y que, por supuesto, no siempre es la misma —y yo asintiendo cada vez más como si fuera uno de aquellos perros decorativos que se llevaban antes en la bandeja del coche y que eran tan patrimonio de nuestra cultura como la flamenca encima del televisor—. Que si la que más es “boca arriba a lo sarcófago”; que si a temporadas de lado, mientras iba representando las posturitas y yo sentía aquel pellizco de la morriña ¡ay! —suspiro— lo que era dormir haciendo la cucharita. Por lo visto en verano es más de dormir boca abajo y yo que ajá, y que el paso de una a otra posición se da de manera natural. Con el mismo ningún esfuerzo con que vuelven las oscuras golondrinas, llega el momento de variar la postura y en cambio ahora, desde hacía días… nada, no hay manera. Ni abrazando la almohada así, ni pasando el brazo asá. Ha perdido —quién sabe dónde— su postura de dormir.

Y yo que solo le contestaba ajás en modo automático porque lo que a él le pasa con su postura de dormir, me pasa a mí con el mindfulness. Ya hacía rato que mi atención plena aquí y ahora se había ido volando nel blu dipinto di blu a esos otros lugares donde he vivido durmiendo sobre una colchoneta inflable de Decathlon y como única almohada el plumífero estratégicamente doblado para enrollarlo en la capucha. Y te duermes, ¡claro que te duermes! Porque no tienes nada más. Pero también porque tengo clavados en la retina los niños que he visto viviendo en la calle, cuidándose los unos a los otros, durmiendo al resguardo de los coches aparcados, moviéndose cada vez que llegaba uno nuevo para acumular algo de su calor.

Así que aunque le digo ajá se me suman al cambio climático y los ritmos circadianos otra de mis respuestas de fondo de armario: la perspectiva. La perspectiva desde el privilegio de viajar de vuelta hasta un hotel en el que ducharte hasta que toda la habitación sea una nube de vaho y después dormir entregándote a la maravilla de hundir la oreja en la profundidad de una mullida almohada. La perspectiva de quienes no tienen un canapé, un colchón, un topper viscoelástico y varias almohadas memory foam. Esa pobreza tan absoluta de quien por no tener no tiene… ni una postura de dormir.

¿Recuerdan el cuento de La princesa y el guisante? Una reina quiere casar a su hijo pero ninguna pretendienta le parece a la altura hasta que una se levanta con bolsas en los ojos porque no pudo dormir de la tremenda incomodidad que le produjo un guisante oculto bajo los doce colchones de su cama. Ahí, la reina constata que es una princesa verdadera —¿quién más podría tener tanta sensibilidad?—, y decide que es la idónea para casarse con su hijo. ¿Qué les puedo decir yo, que lo único que tengo de noble son las intenciones? Pero para mi hijo preferiría más bien alguien capaz de dormir en un vagón de tercera o en una sala de urgencias que estará, seguro, más preparada para los avatares de la vida. Pero volvamos a la falta de perspectiva que amenaza a la salud tanto o más que los niveles de gases de efecto invernadero y de serotonina: mientras arden las calles de París por las protestas a la reforma de Macron que eleva la edad mínima de jubilación de los 62 a los 64 años, desde el Partido Popular abogan por elevar la de España a los 70 años. La idea primigenia es del expresidente José María Aznar -con un sueldo vitalicio de 80.000 euros-. Suman estos días a la larga lista de leyes a derogar si algún día gobiernan, la reciente ley de pensiones pactada con el beneplácito de los sindicatos y sin el de la CEOE, cuyo presidente —con un sueldo de 400.000 euros— rechaza contundentemente.

Y mientras las kellys reclaman poder acogerse a una jubilación anticipada porque es insostenible que una mujer con 67 años mantenga tal carga de trabajo, Marga Prohens, presidenta del PP balear se mofa de la implantación de camas elevables de la nueva Ley de Turismo que reducen las lesiones de las camareras de piso en más de un 50% diciendo que “es la mayor tontería en política turística de los últimos años.”

Ruido de guisantes. Si me lo permiten, cierro ya. Estoy casi segura que he escuchado un ronquido a lo lejos. Me parece ¡Ay! —suspiro— que mi hijo ha encontrado al fin su postura de dormir.

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