Las cosas por su nombre

Desde el momento en que le ponemos un nombre a las personas, objetos o emociones, éstas adquieren vida, relevancia y presencia

Mercè Marrero

Mercè Marrero

El pasado mes de febrero murió Josep Maria Espinàs. Además de periodista, Espinàs era padre. Concretamente, de una mujer con síndrome de Down que se llamaba Olga. Lo sé porque le dedicó “El teu nom és Olga”, un libro que leí de adolescente. Años más tarde, leí “El meu germà Pol”, de Isabel Clara Simó. Al igual que Olga, Pol tenía síndrome de Down. Pol y Olga. Siempre me llamó la atención que apareciesen nombres propios en los títulos de obras con temáticas parecidas. He comprendido que, desde el momento en que nombramos a personas, objetos o emociones, éstas adquieren vida, relevancia y presencia. Tener un hijo o un familiar con algún tipo de discapacidad requiere, a veces, de ese tipo de reivindicación. Es una manera de dar un paso al frente y de decir: aquí estamos. Algo parecido a: “No te refieras a mí como una mujer Down, mi nombre es Olga”.

Una amiga me contó que en algunas tribus africanas tardan un tiempo en ponerle nombre a los recién nacidos. Esperan a que pasen los primeros meses, cuando son más vulnerables a la falta de alimento, los virus o las bacterias y, sólo si el bebé logra sobrevivir, le dan una identidad. Ese gesto afianza el apego social. Con los años he comprendido por qué mi abuela jamás pudo repetir el nombre de su hijo fallecido, con 24 años, en un accidente de moto. Fernando. Ocho letras que construían una identidad que ya no estaba y que removían demasiado dolor.

El día que a un compañero de trabajo le diagnosticaron Asperger fue, en sus palabras, el más feliz de su vida. Por fin, comprendía muchas cosas: el porqué de su ansiedad o por qué reaccionaba de una manera diferente a la mayoría ante ciertos estímulos. Con un diagnóstico ya no se sentía una persona rara y se relajó. Una conocida me expresó algo parecido cuando la especialista le dijo que padecía fibromialgia. Tras muchos años de malestares y de pruebas, sabía que lo que ella sufría era sintomatología de algo real, que había científicos que investigaban sobre cómo mejorar su calidad de vida y que sus dolores no eran inventados. Dejaron de acusarla de cuentista o de somatizar el estrés. Las palabras son poderosas.

También es poderoso descubrir que todo lo que te sucede se llama enamoramiento. La primera vez que sentí cómo mi cuerpo reacciona a su olor, cómo necesitaba tenerle en mi órbita o cómo disfrutaba de mirarle sin que se diera cuenta creí que estaba enferma. Menos mal que ahí estaba la voz amiga de la experiencia para decirme: “Lo que te sucede es que te mueres por sus huesos”. Qué tiempos aquellos.

El riesgo de nombrar demasiado las cosas es caer en la tentación de etiquetarlo todo. Quien más quien menos es hiperactivo o tiene déficit de atención. Confundimos depresión con tristeza y algunos padres catalogan a sus hijos de vagos, egoístas o incultos sin ser conscientes de que esas descripciones pesarán como losas en el futuro. Los políticos son los reyes poniendo apelativos fuera de lugar a sus contrarios, pero dejemos a los políticos aparte. Demasiado tenemos ya con las elecciones a la vuelta de la esquina.

Por cierto, mi hermana se llama Lourdes. Y es extraordinaria.  

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