La guerra de los medios

La CNMC expedienta a Google por "abuso de su posición de dominio" en los medios.

La CNMC expedienta a Google por "abuso de su posición de dominio" en los medios.

Juan Alberto Belloch

La intervención estatal en el campo de la libertad de expresión, hoy por hoy, despierta numerosas dudas y perplejidades. La raíz de las mismas se encuentra en la ignorancia de determinados hechos decisivos para analizar el fenómeno. En concreto, es obvio (aunque no siempre se entienda) que, a fecha de hoy, la amenaza para la libertad de expresión reside en factores exógenos a las instituciones que detentan, o eso creemos, los poderes oficiales del Estado.

¿De qué modo pueden y deben intervenir las instancias del poder? No se trata de que el Estado arbitre entre los diversos intereses individuales y colectivos que configuran el tejido social. Se les debe exigir más, y más intensamente. Deben intervenir con un objetivo muy claro: preservar la solidez del debate público y, para ello, deben establecerse las precondiciones necesarias para el autogobierno de la colectividad. Deben asegurar que todas las posturas u opciones ideológicas puedan ser presentadas públicamente .Es necesario, que todos los grupos tengan una oportunidad plena y equitativa para participar en el debate público.

Es verdad que el liberalismo clásico tenía como una de sus premisas ideológicas el axioma de considerar al Estado en todas sus manifestaciones, como un enemigo natural de la libertad en general y de la libertad de expresión en particular. Nuestro principal objetivo debería consistir en este momento de desarrollo socioeconómico, en empezar a imaginar al Estado como un amigo principal, como un agente activo en el interior de la sociedad, que tiene y que debe tener como meta, la promoción de bienes indiscutibles: la libertad, la igualdad y la libertad de expresión. En concreto, le corresponde al Estado asegurar que el debate público sea completo y que las decisiones finalmente adoptadas lo hayan sido bajo condiciones de plena información y adecuada reflexión.

Las fusiones gigantescas a nivel global que se han perpetrado en los últimos tiempos y las numerosas batallas que se han librado entre las grandes corporaciones de ámbito mundial, están marcando los rasgos fundamentales de nuestro modelo de comunicación. Con Internet se abrió un enorme mercado presidido por la consideración de la información como mercancía. Es sumamente difícil que en estas condiciones la información sea un instrumento esencial para aclarar y enriquecer el propio debate democrático.

La innegable crisis de la prensa escrita que, pese a todo, no parece llamada a desaparecer sino a modificar sus paradigmas fundacionales y en general, la crisis de los parámetros tradicionales que regula los medios de comunicación, están generando un mimetismo mediático, con predominio de la «emoción» barata e inmediata como elemento esencial en la producción de la información y en la forma de articular su recepción por el consumidor.

Por otro lado, hay que aceptar que en el terreno de la actuación pública se están produciendo continuas zonas de fricción, cuando no zonas de verdadera guerra, entre la promoción de los valores y derechos que competen al Estado, incluidos los derechos a recibir información veraz o el derecho a la libre competencia y la actuación real de los gobiernos. La concesión de licencias para cadenas de radio o televisión; la administración de los medios públicos de titularidad estatal con criterios sectarios y partidistas; la privatización de los medios públicos; la inversión en los medios de comunicación por medio de empresas públicas o semipúblicas, son, todos ellos, ejemplos del modo más usual de cómo convertir los medios de comunicación en la palestra esencial de la lucha política hasta el punto de ser más rentable la dirección de un canal de televisión, que buena parte de los ministerios de cualquier gobierno.

Son muchos los que entienden que hoy, el primer poder es el poder económico. El segundo, es el poder mediático, y el tercero, con mucha generosidad, el poder político, entendiendo por tal el caudal acumulado por las cúpulas de los partidos políticos.

¿Qué se hizo de los tradicionales poderes legislativo, ejecutivo y judicial? En muchos aspectos están plácidamente dormidos en sus casi extintos oropeles y prebendas, dejando enormes vacíos que los anteriormente citados están ocupando como corresponde a todo vacío de poder que se precie.

Problema no menor, es determinar cuál debe ser la actuación pública de los respectivos gobiernos frente a la concentración de los medios en grandes grupos multimedia. A mi entender, no existen monopolios buenos y malos y, en principio, debe restringirse en todos los ámbitos cualquier actividad de carácter monopolista, salvo en determinados sectores necesariamente públicos y de carácter estratégico en los que la concentración de poder pueda ser útil y socialmente justa. Pero, salvo tales excepciones, las normas antimonopolio deben ponerse en marcha. En el campo que nos ocupa, tendría todo el sentido proponer y poner en marcha una ley de artículo único cuyo texto sería tan simple como demoledor: prohibir que los propietarios de las autopistas de la información puedan llegar a controlar los contenidos comunicacionales. Dado que tal medida puede llegar a ser el mejor antídoto contra el control real de los medios de comunicación y el mejor estímulo al desarrollo y ampliación de la libertad de expresión, de la libertad y el pluralismo informativo, no se debe descartar que tal prohibición pueda llegar a tener rango constitucional. 

Suscríbete para seguir leyendo