Katharine Hepburn

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Ha muerto alguien que quiero —lo siento, aún no me sale decir ‘que quise’— y lo ha hecho súbitamente, a traición. Pero que le quiero, en omnipresente, me quedó muy claro porque a pesar de que hacía años que no nos dirigíamos la palabra —nuestro ciclo natural de discusiones y reconciliaciones y encuentros y desencuentros quedó interrumpido por la pandemia y ya nunca va a volver—, a pesar de que muchas cosas nos habían separado, los últimos días antes de su pérfida muerte, había reaparecido de manera inesperada en nuestras conversaciones. A escasas horas de que nos dejara, a todos, para siempre, me pareció verlo llegar en nuestro bar de siempre. La mañana en que recibiría primero una y después muchas llamadas anunciándome su repentino infarto, amanecí con un fuerte dolor en el pecho que se fue extendiendo al brazo izquierdo. Y yo, que nunca tomo nada, hasta me tomé un Ibuprofeno. Pero en todas estas cosas no caí hasta días después, cuando se me fue calmando el ruido de cañonazos que me explotaron dentro.

Ha muerto alguien que quiero y ni siquiera estoy segura de si las últimas palabras que le dirigí en vida fueron «eres un imbécil». Y no las retiro, se las merecía. Y no fue la primera vez. Pero fueron, quizá, la última, así que pónganse en mi piel. Y lo era. A ratos. Y también muchas otras cosas, en su inmensa mayoría, extraordinarias, prodigiosas, pero que quedaban eclipsadas a veces por ese carácter. Cuando Nuria, el mismo día que murió le dedicó en el concierto una canción señalando al cielo —pobre Nuria, últimamente no da abasto cantando canciones mirando al techo—, me acerqué a decirle que ambas sabíamos que, de haber estado, habría dicho que vaya una mierda de canción. Y se rió asintiendo. Lo conocemos.

Ha muerto alguien que quiero y aunque el asunto en realidad nada tiene que ver conmigo, me han dado estos pocos e intensos días para reconocerme un buen montón de las fases que corresponden a un duelo: primero el shock, por supuesto; la negación, la depresión, la negociación —¿podría seguir vivo de no tomar aquellas cantidades ingentes de café y gin-tonic?—, pero, sobre todo… ira. Mucha ira. Por no cuidarse más, todo lo que hiciera falta. Porque cuando tenemos hijos tenemos la obligación de seguir, al cien por cien para ellos y sus hijas aún van a necesitar mil veces a ese padre estupendo. Ira por todas las excusas que le escuché durante años, por todo lo que fue posponiendo y al final… se le acabó el tiempo. Por todos los discos, los libros, las películas que ya no veremos que es lo mismo que robárselas al mundo. E ira también contra la prensa —pobrecitos míos, cuánto os entiendo— por todas las páginas de copia y pega en que se menciona la muerte repentina de fulanito, hijo ‘del gran’ y ‘de la gran’, ‘hermano de’ —donde quiera que esté estará cabreadísimo con vuestros obituarios, os lo advierto— y que no dibujan ni de lejos el vasto recorrido profesional, la gran personalidad, el descomunal talento que tiene —lo siento, aún no me sale decir ‘que tenía’—.

Y conmigo, por supuesto. Porque muchas de estas noticias han recogido la biografía que yo misma le había escrito hace algún tiempo y que, leyendo ahora en las páginas de los periódicos, veo que no alcanza a transmitir todo lo que en realidad veía, todo lo que todavía veo. Y en lo personal, para mi sorpresa, nada de lo obvio. No hay ni rastro de ojalás: no haberle dicho a saber qué, haber hecho por hablar de nuevo o el fácil, habernos vuelto a ver —nos habríamos abrazado con la fuerza de los mares mientras me susurraría al oído algo del tipo: «qué tonta eres»—. No hay ni un ápice del cambiaría esto o aquello. Fui físicamente incapaz de ir al funeral. Me pareció algo muy íntimo para los ilustres familiares que menciona la prensa y para esas hijas preciosas. Fin. Por la diminuta parte que me toca me despedí de él en los lugares que fueron nuestros —solo después de aquello se me soltó el brazo izquierdo—, y solo por si acaso, porque las regañinas debieran ser privadas pero las gracias y los te quiero deben ser muy públicos, a los gritos en lo alto del banco de una plaza o en su defecto, en la austera columna de quien te quiere: Ha muerto alguien que quiero, a ratos insoportable, pero sobre todo actor, músico, compositor, escritor, guionista, ilustrador de viñetas y humorista. Estudió la carrera superior de Piano Clásico, Composición y Jazz; la de Bellas Artes y la de Interpretación. Supo que quería vivir en un escenario el día que vió ‘Seis personajes en busca de autor’, de Luigi Pirandello. Era un pirado de Bach, pero también de los viejos musicales de Broadway: de Dean Martin, Frank Sinatra, Fred Astaire, Gene Kelly, Judy Garlan o Liza Minelli y un día me dijo que de niño estaba enamorado de Katharine Hepburn y «no es que yo me pareciera a ella, ¡es que ella se parecía a mí!». Y me da igual si me estaba mintiendo…

Descansa en paz, Mauro, descansa. Qué inmenso privilegio haberme cruzado en tu camino.

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