El palique

Comuniones

Jose María de Loma

Jose María de Loma

Ya saben aquello de Eugenio D’ors: «En Madrid, a las ocho de la tarde o das una conferencia o te la dan». En no pocas ciudades, en abril y mayo, o invitas a una comunión o te invitan. Pequeñas bodas. La casa por la ventana, no, que estamos tiesos y más bien cabe todo por una ventanita. Sábados a la mañana con gente muy endomingada, corbatas vistosas, pamelas, trajes de gasa, colores vivos, improvisados cuadros de Sorolla aunque no falta quien pareciera escapado de uno de Solana, ya saben, la España negra. Los niños protagonizan un ceremonión con riesgo de sopor y cura voluntarioso mientras los padres rezan. Pero rezan para que no los sienten con el cuñado de Móstoles. Rezan preguntándose en silencio cómo será el convite, el ágape, el condumio posterior.

«Tengo una comunión», afirma cualquiera estos días como magnífica excusa para escapar de un trabajo, de un encargo, de una promesa, de un engorro o de un pelma. No hay que vacilar ni dudar. Al menor indicio de marrón, apuro, compromiso o cita no deseada, se dice lo de la comunión y a otra cosa. «Tengo una comunión» también vale para excusarse de no ir a una comunión. El colmo es tener dos o tres a la vez, cosa que sucede a no pocos prohombres o promujeres de la ciudad, que ostentan cargos o cometidos de alta relevancia y su presencia por tanto es muy requerida, por mucho que a la pequeña o pequeño protagonista, el que hace la comunión, le importe la presencia del susodicho o susodicha lo mismo que la evolución ulterior que presentaron los partidos de centro derecha en la Finlandia de finales del XIX. Apuesto a que estos días también hay quien no tiene ninguna comunión ni sitio donde caerse muerto pero bien arreglado, maqueado, trajeado, hidalgado, salga a la calle a ver y ser visto, tengo una comunión, Mari Puri, tengo una comunión, Manuel Antonio. El vecindario queda así enterado y el falso comunionero marcha luego discretamente a tomar un menú a un bar alejado del barrio teniendo a sus conocidos en la creencia de que está degustando un cóctel de gambas con un Rioja pinturero en compañía de lo mejorcito de la ciudad. Hay que aparentar. Incluso aparentar que se aparenta.

Hay que ir de comunión, que cuando son de las buenas, de las que uno quiere ir de verdad, se pasa bien y se honra a los sentidos y a al espíritu aunque luego llegue uno a casa hecho unos zorros, con el maquillaje corrido, la camisa sudada y el estómago quejándose de exceso de trabajo. Las comuniones como negocio o como síntoma, las comuniones para entablar contactos, las comuniones en abril, mayo o en el calor de junio. Tengo una comunión.

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