Análisis

¿Qué le pasa a Barcala?

El PP acaba el mandato en Alicante con menos concejales de los que empezó, sin presupuestos y sin poder eliminar a Cs, lo que le complica una campaña que creía ganada sin necesidad de disputarla

Luis Barcala, con gesto, serio, en un pleno del Ayuntamiento de Alicante. | JOSE NAVARRO

Luis Barcala, con gesto, serio, en un pleno del Ayuntamiento de Alicante. | JOSE NAVARRO / JuanR.Gil

Juan R. Gil

Juan R. Gil

El alcalde está triste. Y remedando a Rubén Darío y sus populares versos, cabría preguntarnos qué tendrá el alcalde. Cierto es que Luis Barcala no ha sido nunca, en su ejecutoria como máxima autoridad de Alicante, la alegría de la huerta. Pero estamos en campaña. Y en campaña se besan niños, se saluda a desconocidos, se hacen chistes e incluso se muestra uno cariñoso con los vecinos. Pero el alcalde está serio, cariacontecido. ¿Qué tendrá el alcalde?

En realidad, en cuanto a Alicante el PP nunca pensó que tendría que afrontar unas elecciones dignas de tal nombre. Es verdad que algunos habíamos señalado nubarrones en el horizonte luminoso y despejado que los populares imaginaban. Este ha sido un mandato plano, donde pocas de las grandes propuestas hechas cuatro años atrás se han visto cumplidas, ni siquiera empezar un Palacio de Congresos que por primera vez estaba pactado por todas las administraciones. Un mandato condicionado, más allá de las complejidades impuestas por la pandemia, por una falta de liderazgo cada día más acentuada del propio alcalde, a ratos despótico en el trato con los suyos y en otras ocasiones transmitiendo la impresión de ser, más que el jefe, el rehén de sus principales asesores. Y marcado también desde el primer día por la escasísima ventaja que Barcala obtuvo sobre sus principales rivales en las urnas, los socialistas, a los que pese a enfrentarse desde el plus que otorga la Alcaldía y con el lastre que para la izquierda suponían los tres años del tripartito de Echávarri, apenas pudo superar en 2019 por dos mil votos de diferencia, sin lograr ni un concejal más que ellos.

Pero también es cierto que Barcala consiguió estos últimos cuatro años gobernar con estabilidad, aprobando las cuentas, disponiendo de los cinco concejales que obtuvo Ciudadanos en las anteriores elecciones como si fueran suyos y mostrando una gran inteligencia en el manejo de Vox, que ha ladrado mucho y cabalgado poco. Nunca tampoco la bancada de la izquierda, pendiente de sus propios problemas internos, le ha puesto en verdaderos aprietos en este periplo que ahora vuelve a recalar en las urnas.

Da la impresión de que el PP, pero sobre todo Barcala y sus asesores, creyeron que con esta situación descrita no iban a necesitar ni siquiera movilizarse para mantenerse en el gobierno tras el 28M. La cuenta estaba clara: sumando a los nueve ediles que ya tiene, los cinco que perdería Ciudadanos, así, sin más, ya estaba el trabajo hecho. La mayoría absoluta son 15, pero con 14 el PP no corría ningún peligro de quedarse sin la Alcaldía. Ni con 13, puesto que ninguna encuesta ha pronosticado jamás que Vox perdiera alguno de los dos ediles que ahora cobran de la Corporación capitalina.

Pero la cosa no es tan simple, como Barcala está viendo. Los problemas se han acumulado al final del mandato. Los sobresaltos también. No se han podido aprobar los últimos presupuestos, lo que ha hecho un roto en las cuentas de las Hogueras y de numerosos colectivos y pone en peligro incluso los fondos procedentes de Europa. Las obras han sido, en lugar de un activo, una fuente de discordia ciudadana con la campaña a las puertas. Los funcionarios municipales (de todos los colores políticos) amenazan con una huelga sin precedentes. Y en el centro de la ciudad, donde los populares siempre han tenido su mayor granero de votos, la «legislatura» termina como empezó: con los vecinos disparando desde un lado y los hosteleros desde el otro, sin nada resuelto.

Para acabar de rematar esa paz de los cementerios sobre la que Barcala ha intentado reinar, ahora resulta que el PP, que empezó el mandato con nueve ediles, lo acaba con siete. Porque el alcalde ha tenido que prescindir, a escasas semanas de las elecciones, de uno de sus concejales más significados, por denuncias de presuntas irregularidades en su gestión. A Manuel Jiménez, antes seguro repetidor en la lista, no le ha quedado más remedio que dimitir e irse. Se ha largado también dando un portazo y renunciando al acta Julia Llopis, de la que se ha desecho tarde, lo que sólo ha servido para confirmar que la ultraderecha de verdad no estaba en Vox, sino que habitaba en el PP y que se había dejado en sus manos la política social de este ayuntamiento, que ha sido la más antisocial de cuantas se han aplicado desde las primeras elecciones democráticas. En definitiva, lo que no había ocurrido en más de tres años, ha pasado en menos de tres semanas. Y el PP acaba siendo el único partido en el Ayuntamiento cuyo grupo sufre bajas y tiene fugas. Cosas veredes.

Lo lógico era pensar que Barcala iba a tratar de enmendar tanto roto de última hora presentando una candidatura potente, como cabía esperar de un partido que gobierna y para cuya confección tenía las manos libres. Lejos de eso, lo que resulta difícil es entender el criterio que guía la lista que finalmente ha compuesto, poblada de independientes a los que al día siguiente de anunciarlos les obligaron a afiliarse al partido, sin ningún guiño visible al voto centrista que tanto persiguen en estos comicios Carlos Mazón y Feijóo, con muy pocos nombres de los que se pueda acreditar experiencia y con escasas vinculaciones con colectivos importantes de la ciudad.

Barcala podrá seguir contando con los concejales que obtenga Vox. Al fin y al cabo, su neófita candidata no tiene otro mensaje que no sea el de «voten a Vox para que gobierne el PP». Pero la cuestión es cuántos sacará él y si la suma será suficiente. Que parte con ventaja es indudable. El PP no ha dejado nunca de ser el partido más votado en Alicante desde 1995. Y además, como bien recuerda mi compañera Carolina Pascual hoy, sólo uno de los alcaldes que hemos tenido desde 1979 ha perdido en las urnas. El resto de los que se presentaron a la reelección antes de que sus partidos prescindieran de ellos revalidaron título. Pero la izquierda, que también tiene un suelo muy sólido en la ciudad (donde ha gobernado casi veinte de los 44 años transcurridos desde la recuperación de la Democracia en los ayuntamientos), está dando mayores signos de vitalidad de los que el PP pensaba. Y la candidatura de Ciudadanos encabezada por el único concejal superviviente de esta legislatura está teniendo una presencia insospechada hace sólo unos meses, con una lista que, para sorpresa de todos, atesora los suficientes referentes sociales como para resultar mucho más competitiva de lo que se podía prever. Lo cual no le garantiza nada, pero desde luego no es un mal principio.

Así que se entiende que Barcala esté alterado, a pesar de su posición de privilegio. Ahora falta por ver los programas de cada cual, donde el alcalde tendrá otra oportunidad. Ya sé que el mantra sistemáticamente repetido es que los programas no valen para nada, que nadie les hace caso. Pero de quien quiere gobernar una capital en esta época de profundos cambios como la que vivimos, en la que en cuanto te descuidas no pierdes un tren, sino un siglo, hay que esperar que muestre sentido y ambición. Así que tendrá que enseñar algo más que el reciclaje de promesas incumplidas. Y llevar cuidado también con la sobreactuación. A ver si después de haber consumido cuatro años como si nada fuera con él, ahora nos va a tener a regañina diaria, ora a diestro ora a siniestro, de aquí a finales de mayo. Tampoco es eso.