LAS CUENTAS DE LA VIDA

Un mundo roto

Daniel Capó

Daniel Capó

España empezó su desindustrialización en la década de los ochenta del pasado siglo. A la falta de competitividad, una vez que ingresó en el Mercado Común, se unía el prestigio de la economía de servicios y el inicio de la globalización. El flujo de dinero europeo y una demografía joven y ambiciosa permitieron ocultar durante décadas los efectos negativos de esta desertización. La industria, adquirida a precio de saldo por las multinacionales, trasladaba sus fábricas hacia el Extremo Oriente, mientras aquí crecía la inversión inmobiliaria, se construían infraestructuras y reinaba el sector financiero. Nuestras principales empresas –eléctricas, telefónicas, textiles, bancarias…– se expandían hacia Hispanoamérica y se forjaban fortunas al ritmo de la burbuja. Resulta innegable que, desde la llegada de la democracia hasta el estallido de la crisis de las subprime, nuestro país se modernizó en muchos sentidos a la vez que nuestra industria colapsaba y nuestra competitividad se deterioraba. El paso del tiempo ayuda a leer la historia reciente con mayor claridad. Lo que parecía una apuesta exitosa en su momento –la especialización en servicios– no lo ha sido: nuestro enriquecimiento colectivo se asentaba sobre fundamentos poco sólidos. Para ser honestos, estos errores no se cometieron sólo en España. En general, todo el sur del continente (incluida Francia) comparte un diagnóstico similar, con la salvedad de que el punto de partida era distinto. También el Reino Unido cayó en la trampa –quizás más que nosotros– y el triunfo de Londres como ciudad global se hizo a costa del resto del país.

La pérdida de poder industrial no sólo supuso un deterioro notable del capital humano y de la fortaleza económica de las naciones, sino que además muy pronto empezaron a desarrollarse determinadas patologías políticas. Lo explicaba Wolfgang Münchau en un artículo publicado recientemente en El País: «El declive del centro y la desindustrialización están estrechamente relacionados» y ello porque «el tejido social que sostenía al centro se ha deshecho. En parte, la explicación es económica, pero no se puede reducir a una serie de cifras. En la Europa de posguerra la industria proporcionaba empleo para toda la vida, pensiones garantizadas y estructuras sociales estables. Las instalaciones industriales estaban rodeadas de barrios en expansión. La gente tenía arraigo en sus comunidades. Por eso los alemanes, por ejemplo, hablan de Industriegesellschaft, sociedad industrial, en contraposición a economía industrial. Es una forma de vida».

La derrota del centrismo representa en gran medida el fracaso del reformismo y es la antesala de los movimientos populistas. En un buen número de países (entre los que podemos contar el nuestro), una política basada en el electoralismo ha ido sustituyendo a la racionalidad. Se prima el corto plazo con las excusas más peregrinas y, entre tanto, se intenta ganar un tiempo del que ya no disponemos. Se nos dice que “esta vez será distinto”, cuando si algo demuestra la historia es que casi nunca funciona la falta de aplicación. Lo que tiene sentido a un año vista normalmente deja de tenerlo cuando abrimos el angular de la mirada. Mientras Occidente va cayendo prisionero de sus peores vicios identitarios y se precariza a la clase media y trabajadora, la íntima conexión entre la economía y la política se hace más y más evidente. La caída de la sociedad industrial, característica de la posguerra, trae consigo un mundo mucho más fragmentado, regido por el desencanto y el resentimiento.

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