Madrid

Archivo - Fachada del edificio de la Bolsa de Madrid.

Archivo - Fachada del edificio de la Bolsa de Madrid. / Marta Fernández Jara - Europa Press - Archivo

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

He tenido un sueño: Madrid no existía.

Como suele suceder con los sueños, sus perfiles son confusos: parece ser que los madrileños pudieron elegir lugar al que trasladarse, antes de que la madrugada me reclamara y la pérdida de residencia fuera definitiva. La mayoría eligió rincones mediterráneos, lejanos de creativa intemperie mesetaria. Sin embargo, fiscales y jueces conservadores decidieron quedarse en Madrid, fuera devastación o páramo: es su hábitat natural, el lugar predeterminado por la ley para zascandilear como cuervos togados, sembrando de mal agüero cualquier interpretación razonable de la independencia. Quedaron felices mostrando su neutralidad convocando una huelga en periodo electoral, convencidos de que quien no les apoye debe ser amigo de etarras y separatistas catalanufos.

Poéticamente, una vez exiliados, algunos especialistas en indescriptibles negocios de asesoría, gestión de intangibles, construcción de imagen y otras especulaciones, se preguntaban el porqué de algunas grescas. Algún anciano les ofreció parábola: «¿En qué se diferencia un jefe de protocolo de un terrorista?» Y respondió: «Con el terrorista se puede negociar». Que eso no lo supiera un Ministro viene a demostrar que la falta de prudencia es contagiosa. Bolaños y Ayuso, Daoiz y Velarde y viceversa: eso viene siendo Madrid. Y algún munícipe que ocasionalmente muestra encantos de borinot, palabra inexistente en español: la uso a propósito, para que los madrileños transterrados en orillas, bahías y adosados, sepan que en algunas provincias se habla en cosa rara, antes de que alcancen a destruirla. Todo madrileño debe llevar un reconquistador en el alma y un lingüista en el hígado.

En mi sueño, Madrid, harta de ser ciudad con más de un millón de cadáveres, había proclamado la independencia. O, quizás era al revés: España había proclamado su independencia de Madrid, harta de que el pudridero del Escorial siga abierto, esperando con voracidad reyes cantamañanas y sirviendo de metáfora al destino de los muros de la patria mía, tan celosamente trastocados en torres de cristal y acero, pura muestra de codicia y vanidad de cinco estrellas.

Debe ser cosa de las aguas, antaño famosas por su frescura y salubridad, hoy contaminadas por tanto pijo que sólo sabe mear colonia y que jalea la libertad de los que nada tienen que esperar: esos pobres que no se ven, esos barrios de abstencionistas. Debe ser cosa de las aguas, que lo mismo no las depuran bien. Allí, asfalto mítico, lo que fue tiempo de silencio, se reduce a la voz y al sortilegio del rugido. Quien grita más es el más fiel. Sean jueces o fiscales. Sean altos ejecutivos o chefs o futbolistas o hijosdalgo o gentilhombres de cámara reencarnados, campeones todos del cambalache y del neón. Son periodistas lívidos y transidos de rabia o famosos enamorados de los callejones de gatos y espejos. Tanta densidad de frívolos y ganapanes vestidos a la moda no hay ciudad que la resista. Es como la inteligencia artificial, pero al revés: tontería natural.

En mi sueño, los buenos madrileños, que eran buenos españoles, los que no necesitan ni banderas ni insultos para decirlo, estaban afligidos. En Madrid hay pocas fiestas y rituales. Un Jesús de Medinaceli siempre triste; un Cristo de los alabarderos para fotos de turistas; y poco más. Ni zarzuelas. Ni chotis. Sainetes sí, pero en escenarios inimaginables cuando ganamos la democracia. El chunda chunda de las discotecas de pies y nariz fácil y amistad rápida. El chunda chunda del Himno de España, servido cada poco para distracción de poderosos, que es lo que tienen los himnos, y los poderosos. No están para fiestas espontáneas muchos barrios de Madrid: cuando cada día es fiesta lo festivo se agosta y agota y aburre.

En mi sueño, algún catedrático, que también publica en Arabia, explicaba que Madrid ya no es rompeolas de todas las Españas, sino motor de su destino. Pero su ruido es el de los mismos poderes del Estado, de la patria autonómica y del Ayuntamiento remolón, donde se mantiene una guerra sorda, permanente, funesta. Y una relación protocolaria amena, para consumo del gentío. ¿O es al revés? Lo mismo Madrid sigue existiendo, pero alejada de las fuentes comunes de riqueza y de las demandas humildes de eso que se llamó ciudadanía. Lo mismo Madrid, en sueño o en vigilia, está, pero más allá de la línea de horizonte, a salvo de cambios climáticos o explosiones termonucleares.

Reservorio de campeones de todas las causas, sublimes artificieros del libertarismo que sólo otorga la riqueza. Hozan sus sueños en los nuestros, los españoles que sí existimos. Alguna renta nos sacan mientras su moral se eleva con las distracciones que nos brindan. Empezaron unos y a otros contagiaron: los poderes del Estado son irresistibles si se puede disimular la impotencia política con mensajes en las redes. Conozco algún caso, de diversa procedencia, que en Madrid se convirtió en Pichi, el chulo que castiga del portillo a la Arganzuela. La política-desplante, la voz impostada como flauta de afilador, es un producto madrileño. Deben ser las aguas. Miren a Feijoo, que antes no era exactamente así. Y eso que cada derechista nace con sus genes neandertales –como todos los humanos- y con un suplemento de genes madrileños. Cómo es posible no lo sé.

En mi sueño, mi pueblo –la gente de mi barrio, mis compañeros de trabajo, los profesores de mi hijo- no puede votar en libertad plena. Tenemos que votar en el cautiverio de la sombra de Madrid, tenemos que asquearnos de las disputas provincianas de Madrid, tenemos que defendernos, a malas penas, con memes que ironizan contra los estragos de cibeles desbocadas y neptunos en trance de ahogamiento.

Aún recuerdo que hubo una época en que Madrid me gustó, mucho. La capital de la gloria, de heroico y amargo recuerdo. El lugar de los discursos: la ciudad como Ateneo, como ensayo de lo moderno. Pero algo le pasa a Madrid: debe ser el agua y la globalización, que a fuerza de estirar continentes desnaturaliza las ciudades. Buena tierra, sí, para jueces y fiscales conservadores, acérrimos enemigos de la separación de poderes y de la independencia de los demás poderes. Viven en el gozo de la seguridad sin riesgo.

Mis muchos amigos madrileños me perdonarán. Saben que en estos tiempos todos andamos viviendo en duermevela. Y que mi desconfianza por las palabras fuertes, las conversiones débiles y las soluciones fáciles, me llevan a abusar de los símbolos. En mi sueño, incluso, me aplaudían. Mis amigos madrileños, no los símbolos.

En mi sueño yo me convertía en pirata, en bandolero, en un guerrillero al asalto de Madrid. Iba allí y les decía: «¡Dadme la Dama de Elche y las cuentas quedarán saldadas!». Pero luego, contagiado del agua madrileña y a la sombra de las ruinas del Tribunal Supremo, mi naturaleza cambiaba: cogía el Museo del Prado y me lo traía, lo salvaba para España y el mundo. La Dama reposa junto al Vinalopó, que ya tiene sus años. Pero Maribárbola, Pertusato, el caballero de la mano en el pecho, consecuente pareja al fin de la Maja en topless, y hasta el Carlos V de Tiziano, juegan ahora al voleibol en la playa: felices, liberados. Y Madrid ya no era más.

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