Arenas movedizas

Dos horas y 55 minutos

Un nuevo modelo de esclavitud basado en la omnipresencia de la tecnología y la inteligencia artificial se impone silenciosamente pese a la creencia de que estamos ganando cuotas de libertad

Dos horas y 55 minutos

Dos horas y 55 minutos / INFORMACIÓN

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Cada lunes, el teléfono móvil me envía un mensaje que abro con la esperanza de haber rebajado mi nivel de dependencia de ese aparato que tenemos más tiempo entre las manos que cualquier otro objeto. El mensaje me indica el tiempo de uso del artilugio en periodos de siete días y extrae la media diaria. El de esta semana resulta pavoroso: dos horas y 55 minutos al día, una hora y cuatro minutos más que la media diaria de la semana pasada. No es un consuelo saber que la mayor parte de ese tiempo de uso es atribuible a la actividad profesional. Las tres aplicaciones más utilizadas esa semana fueron el navegador de Google (5 horas y 37 minutos), WhatsApp (4 horas y dos minutos) y Twitter (2 horas y 56 minutos).

Las nuevas tecnologías, con las que se pretende hacernos la vida más fácil, son, en realidad, un arma de doble filo. Pensemos en las alternativas al móvil que tenemos a nuestra disposición en dos horas y 55 minutos diarios. Pensemos también, por ser justos, en lo que nos ahorra el teléfono y en que el tiempo que dedicamos a manejar aplicaciones podría ser mayor y más aprovechable, sobre todo, en cuestiones laborales. Pero pongámonos drásticos y demagogos y echemos cuentas de las actividades que podríamos realizar durante esas casi tres horas al día en que nuestros dedos repican en la pantalla y la actividad cerebral se revoluciona por el uso casi compulsivo del móvil: optimizar la actividad laboral, leer, pasear, ir al cine, estar con nuestras parejas, hijos o amigos, reencontrarnos con amigos y comer con ellos, viajar en coche de Madrid a Alicante o viceversa, pluriemplearnos, dormir, hacer un maratón de series, vaguear en el sofá, apuntarnos a pilates, ir al gimnasio, procurarnos una vida sexual sana e intensa, preparar un viaje, ir al supermercado, sacar el carné de conducir, aprender a tocar un instrumento, escribir, etcétera.

A pesar de la creencia generalizada de que a medida que avanza la historia ganamos cuotas de libertad, lo cierto es que se impone silenciosamente un nuevo modelo de esclavitud basado en la omnipresencia de la tecnología y el acceso doméstico a la inteligencia artificial. Se trata de una conquista en toda regla del ‘Planeta App’, que avanza silente, cadenciosamente, ejecutada de igual manera que Estados Unidos colonizó culturalmente la Tierra, sin apenas darnos cuenta, a base de colarnos gafas de sol de aviador, pantalones de denim de granjero y toneladas de colesterol inyectadas en carne picada rodeada de pan que ni siquiera es pan. Hasta que nos impusieron las hamburguesas, en España se comían filetes rusos, una ‘antiquité tardive’ que ningún ‘millennial’ recuerda.

Pero aquella invasión podría resultar tan inocua como esta otra dañina y nociva. La primera atacaba frontalmente al bolsillo de los consumidores; la segunda es lo suficientemente adictiva como para procurarnos un estado mental, una suerte de dependencia tóxica, una metempsicosis cerebral hacia otra dimensión. Nadie da media vuelta y regresa a casa porque se ha dejado las gafas de sol, pero olvidarse del móvil implica una sensación de vértigo y ansiedad solo equiparable a que se despiste un hijo en el supermercado. Mejor volver y contestar ese wasap que seguir camino desnudo de electrónica.

La tecnología ya está pensando en cambiar de traje, y en la propia inteligencia artificial se halla la solución para superar la dependencia que implica estar amarrado a un teléfono casi tres horas al día; 18 horas y 25 minutos por semana; 535,5 al mes; más de 39 días seguidos al año, guarismos que nos convierten en miembros de pleno derecho de ‘fonoalcohólicos anónimos’. Un equipo estadounidense de investigadores ha desarrollado un decodificador de señales cerebrales, en suma, una técnica capaz de 'leer la mente' y transcribir los pensamientos. Una combinación de técnicas basadas en herramientas de inteligencia artificial similares al ChatGPT ha permitido decodificar’ de forma precisa el pensamiento de un pequeño grupo de voluntarios. El día que eso llegue a los vagones de metro —visualicen el pasaje del transporte público que utilicen a diario— ya no volverán a ver dedos tamborileando sobre teclados virtuales. Habremos dado el siguiente paso en la escala de esclavitud: averiguar lo que el de enfrente está pensando de nosotros. Entonces sabremos lo que es el verdadero pavor.

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