Los frutos agraces de la política

En España, la distancia con los países modernos del norte de Europa no hace sino acrecentarse

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; la ministra de Transporte, Movilidad y Agenda Urbana, Raquel Sánchez y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, aplauden durante una sesión plenaria en el Congreso de los Diputados.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; la ministra de Transporte, Movilidad y Agenda Urbana, Raquel Sánchez y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, aplauden durante una sesión plenaria en el Congreso de los Diputados. / Gustavo Valiente

Daniel Capó

Daniel Capó

Se diría que la mentira, aun siendo falsa por naturaleza, crea realidad. Antiguamente, a esa realidad se la llamaba “mundo”: ese mundo cruel, caprichoso y dominante que representan las pasiones desordenadas del hombre y también sus consecuencias. En Los cuadernos de letra pequeña, José Jiménez Lozano, reflexionando brevemente sobre esta cuestión, escribe: «El que algo sea un montaje, una mentira, un ens fictum, no quiere decir que no sea una terrible máquina. Las cuatro tablas de un cadalso, pueden ser de unas cajas de sardinas cubiertas con una tela negra; el escabel de un trono de tirano, cuatro tablas son, e igualmente revestidas con terciopelo rojo; pero son un trono y un cadalso, e intimidan o son el escabel de la muerte. De poco nos sirve saber que son cuatro tablas, y que sobre ellas pueden moverse hasta gentes nada recomendables, o de caletres muy reducibles». Y remacha, ampliando su mirada hacia otro ámbito que no se puede desligar del anterior: «Y esto es lo que ocurre igualmente con el tinglado de la cultura; no es nada, y con frecuencia su imagen resulta entre risible y patética, pero ¡ah!, funciona; y causa terror. A mí, por lo menos, me lo causa».

La mentira construye el mundo del poder, porque su objetivo es el control y la dominación. De la verdad, en cambio, brota la alegría. El griego clásico nos sirve para iluminar esta antinomia: las palabras alegría y gracia –nos recuerda Enrique García-Máiquez en su reciente Gracia de Cristo– comparten una misma raíz etimológica, de modo que cuando el ángel se aparece a los pastores en los campos de Belén y proclama: “¡Os anuncio una gran alegría!”, en realidad lo que les está diciendo es que les anuncia la llegada de una inmensa gracia. Gracia y alegría se enlazan íntimamente, al igual que la mentira y el poder, o la mundanidad si se prefiere, que al final es de lo que hablamos.

Que la política en campaña electoral sea mentira no debería llamarle la atención a nadie. Quizás haya países –no sé, ¿los escandinavos?– con mayor sustrato moral, que reaccionan con alergia a según qué discursos. No es nuestro caso. Aquí las palabras dichas a voz en grito se confunden con la propaganda y, lo que es peor, crean realidad. Por supuesto, se puede mentir incluso cuando la mentira se cumple y pasa por verdad. Sus efectos resultan entonces aun más perniciosos, porque se consuma la falsa sensación de verdad y uno empieza a no saber distinguir lo que es cierto de lo que no lo es.

La pérdida de coraje moral de nuestra clase política ¿refleja un deterioro similar en la ciudadanía o se trata de un paso previo? Dicho de otro modo, ¿son las elites las responsables de nuestra situación actual o es el pueblo el que empuja a sus dirigentes hacia unas determinadas actitudes? Me inclino por la primera opción; aunque, pasado un determinado umbral, unos y otros se retroalimentan. Lo pudimos comprobar durante el procés de Cataluña, otro ejemplo de libro de política-ficción. Ese es también el mundo del relato, que aplauden los politólogos. Es curioso: cuánta más politología, peores políticas. En España, la distancia con los países modernos del norte de Europa no hace sino acrecentarse, mientras se alimenta la ira, el resentimiento y el rencor: los frutos agraces de la mentira.

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