Macron, las jubilaciones y la democracia

Emmanuel Macron.

Emmanuel Macron. / EP

Antonio Papell

Antonio Papell

A apenas un año y unos días de su reelección, Emmanuel Macron se encuentra actualmente en una posición políticamente muy controvertida. La sociedad francesa, muy irritada por la pérdida de una parte relevante de su nivel de vida, está reivindicando reformas para recuperar el pulso y el rumbo, y el encrespamiento general alcanza a las instituciones de la República que no atinan a identificar las demandas de modernización y están subidas en un cuestionamiento que hace peligrar la esencia misma del sistema.

Como es conocido, Macron accedió a la presidencia de la República francesa en las elecciones de 2017, en cuya segunda vuelta, el 24 de abril de 2022, venció a la ultraderechista Marine Le Pen. Cinco años después, en las elecciones de 2022, los mismos candidatos llegaron a la segunda vuelta, y Macron se mantuvo en la presidencia merced a una holgada diferencia del 58,5 % frente al 41,5 %. En el programa electoral que facilitó su reelección, se anunciaba con toda la claridad que el presidente tenía la intención de retrasar progresivamente la edad de jubilación desde los 62 años a los 64. En marzo de 2022, el portavoz de su gobierno, Gabriel Attal, manifestaba a la emisora de radio RTL que aquella sería una reforma “de responsabilidad”, en alusión a la necesidad de equilibrar las cuentas de la Seguridad Social para que fueran sostenibles. También “de justicia”, ya que incluiría una revalorización de la pensión mínima hasta 1.100 euros mensuales para los que hayan cumplido el periodo de cotización completo.

En otras palabras, el presidente de la República, que en el presidencialismo francés comparte con el parlamento el poder legislativo y la soberanía, tenía toda la legitimidad para plantear e intentar llevar a cabo una reforma que había sido anunciada a la ciudadanía antes de su elección, y que se justificaba por la necesidad de afianzar el sistema de pensiones. En consecuencia, podría sugerirse con cierto fundamento que quienes se han opuesto y se siguen oponiendo con grandes manifestaciones a este sacrificio colectivo no actúan democráticamente. Pero en política casi todo es relativo, y en este caso también tienen argumentos los revoltosos.

En primer lugar, los sociólogos y estudiosos denuncian una fuerte crisis laboral en Francia, mucho mayor que en el resto del continente. Según ha explicado la socióloga francesa Dominique Méda en la prensa española, según la encuesta Condiciones de Trabajo en Francia, la mitad de las personas participantes en el sondeo asocian trabajo con malestar. En cuanto a la última edición de la encuesta de Eurofound, realizada en 2021 entre más de 70.000 trabajadores de 36 países europeos, revela la muy mala posición de Francia en Europa. Las tensiones físicas y psíquicas son más fuertes que en otros lugares. Francia se distingue por unos elevados niveles de violencia y discriminación en el trabajo, por el escaso apoyo de los compañeros y por una remuneración que no se considera a la altura de los esfuerzos requeridos: solo el 45% de los franceses consideran estar “bien pagados por los esfuerzos prestados y el trabajo que hacen”, contra el 68% de los alemanes y el 58% de los europeos. Además, Francia se singulariza por que los empleados tienen muy poca influencia sobre su propio trabajo y sobre las decisiones de la empresa. Además, la calidad del empleo en Francia es una de las peores de Europa: casi el 40% de los activos se encuentran en una situación laboral “tensa”, en la que las exigencias son más elevadas que los recursos que permitirían satisfacerlas.

En definitiva, cuando la protesta por la reforma ha alcanzado un acaloramiento incendiario, que no es arbitrario sino fundado a pesar de que la mayoría electoral haya respaldado a Macron y le ha entregado la plena lagitimidad, lo lógico sería aceptar el diálogo político con la opinión pública que manifiesta su voz por los cauces de protesta también constitucionales: las manifestaciones y las protestas a través del sistema mediático. La democracia no consiste en votar cada cinco años (en este caso) sino en abrir un diálogo permanente entre los ciudadanos y las instituciones. Macron está legitimado para cumplir su programa, pero debe hacerlo sin abandonar la dialéctica y sin olvidar que la sociedad civil tiene, en todo caso, perfecto derecho a cambiar de opinión e incluso a ser contradictoria en ocasiones.

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