La plaza y el palacio

Uniforme de campaña

Votación durante una de las elecciones que se celebraron el pasado año 2019

Votación durante una de las elecciones que se celebraron el pasado año 2019 / Alex Domínguez

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Ya están aquí. Las Elecciones, tan deseadas, tan temidas. Para algunos, juego o fiesta, para otros, liturgia o plegaria. Hace tiempo que no interesaban tanto. O quizá sí y lo que pasa es que cada urna tiene su afán y olvidamos los anteriores. Pero el mero hecho de que pensemos su excepcionalidad debe querer decir algo. Y más cuando el sistema político/electoral está volátil, abierto, incierto, lo que dificulta establecer comparaciones y augurios. Por eso decimos que ahora estamos en permanente campaña –gritos, crispación- y, sin embargo, anhelamos, como ritual liberador, que llegue este periodo. Por lo demás, como sucedía antes, lo más probable es que las tendencias establecidas en las encuestas sean fiables. Lo que ocurre es que ahora hay tanta encuesta incorporada al espectáculo político que apabullan. Un espectáculo redundante se deteriora mucho. Por ello, es posible que lo más emocionante sean las disputas en los pueblos medianos.

Llevamos días escuchando acusaciones cruzadas de electoralismo. Vano enfado, vana intención. Si uno no es electoralista en periodo electoral, ¿cuándo habrá de serlo? La tensión política, con el malestar acumulado, conduce a ese electoralismo que excluye razonamientos sosegados. Porque defender propuestas, que es lo suyo, fácilmente se hace con un aire perdonavidas que disgusta al contrincante. Pero es que, si no se apuntan los candidatos a esa práctica, se sitúan en un electoralismo negativo: callar es otra forma de ofender, de despreciar. Por lo tanto, la cuestión no es mostrar interés por los asuntos para fijarse en demasía en aquello que preocupa a la mayoría: eso es bueno, así avanza la opinión pública. Lo malo es hacerlo insultando, estremeciendo, ofreciendo trampantojos de la realidad, falsedades estructurales por falta de perspectiva o de posibilidad de realización. Tengo pedido a mis próximos que no hagan promesas sin saber lo que cuestan. Ya sé que, estrictamente, eso no puede ser. Pero quien quiere entender, entiende. Sabemos, por ejemplo, que si prometemos cada día un par de obras importantes, el municipio no será capaz de asumirlas. Este es el mal electoralismo: el que destrozará más la credibilidad de los políticos. Esto no lo recomienda por razones éticas, sino por pura salud democrática, por no animar a la ultraderecha.

¿Estas cosas, pues, no son sino cuestión de lenguaje? En parte sí. Mucho más de lenguaje que de voluntarismo y de estilismo de candidatos o de lemas cosidos con cuatro puntadas: en el reino de las ocurrencias quizá el más tonto sea el rey. Desde luego los programas electorales son un género de poesía maldita: galimatías indescifrables para consumo de creyentes. Pero la formalización de tiempos y espacios de una campaña ofrece alguna posibilidad, siquiera sea en el fragor del debate, para que la democracia se vuelva comprensible, porque su ilegibilidad es una de las principales causas de desprestigio. Si los aparatos internos paren tétricas diatribas y la lumpenmilitancia distrae sus ocios insultando en las redes o difundiendo retratos maqueados de los candidatos, estos no tienen otra que buscar palabras ajustadas a los oídos de las personas humanas. Algunos son directos, otros empalagosos. Unos repiten la misma jaculatoria en cada plaza, aquellos se esfuerzan en ser originales en cada suspiro. Los más altos en los escalafones cuentan con asesores. Con algunos asesores me pasa lo que le ocurría a Machado «Bueno es saber que los vasos / nos sirven para beber; / lo malo es que no sabemos / para qué sirve la sed».

Pero nada de todo esto tiene demasiado sentido si líderes, candidatos, asesores y adictos fervorosos se empeñan en no hablar de política. Ese es nuestro mayor problema democrático. Unos hablan de ideología y comparan cualquier hecho de la realidad con principios gloriosos, abstractos. Sufren. Porque nunca se alcanzan las más elevadas ambiciones. Y es que hay cosas incomparables. Leía esta semana a un teólogo barroco que decía que podemos comparar, digamos, 4 días con mil millones de años; pero no puede compararse mil millones de años con la eternidad. Tratándose igualmente de tiempo, hay una crisis de imaginación. Pues lo mismo con ideólogos: siendo la palabra «eternidad» pronunciable pero de contenido inimaginable, igual sucede con sus promesas. Y luego acusan al pueblo de cobarde porque atreverse a enunciar naderías es confundido por algunos con valentía. Mejor bizarro que inteligente.

Otros, en cambio, viven y sobreviven de la contabilidad de sus actos pasados. Gestión se llama. Y es bueno que se rindan cuentas. Pero sólo para establecer un marco de referencia. Yo defiendo que las elecciones deben basarse sobre todo en la política, entendida como el conjunto de maneras de avanzar hacia las ideas de cada cual, mediante la suma de realizaciones pero, sobre todo, atendiendo a la construcción de la Historia, sea siquiera dando un paso que desvele su complejidad. Política como tercer espacio, tercer tiempo estratégico. Política que no conduzca a la frustración ni incremente la fragmentación social. El espacio y el tiempo del sentido, de lo racional, de lo que no es autoalusivo. Lo que es muy importante, en todo caso, para que exista un sentimiento de ciudadanía: un conjunto de personas que comparte Derechos y obligaciones, y no meros usuarios de servicios públicos.

Porque es rebajar a la ciudadanía de su puesto de sujeto democrático pensar que sólo le preocupan las cosas que se juegan en el regate corto. Claro que a la ciudadanía le interesa tener una piscina en su pueblo, ¿pero en tiempos de sequía y cambio climático, es sensato y coherente proponer hacer una piscina como idea estrella? Claro que a la ciudadanía le preocupan, qué sé yo, el color de las farolas o el pavimento de las calles. Pero no sólo de eso hablan los seres humanos: ¿no habrá de preocuparles la nueva globalización, la inteligencia artificial, las políticas migratorias o la guerra de Ucrania? ¿No es el momento de hablar, también de todo eso, de cómo afecta a su vida? Esa es la diferencia entre un político y un vendedor. Los vendedores son muy importantes. Pero los productos por ellos pregonados acaban pareciéndose demasiado y del tedio consecuente se contagian los electores/compradores para fijarse en el peinado o en el tono de voz. No nos quejemos luego del retraimiento de la democracia a una especie de esponja: blanda, sin orientación, capaz de absorber todo sin mirar a la cara a quien hace la propuesta: forzosamente reducidos al individualismo más insolidario.

(Por lo demás estoy feliz. Mis compañeros de Compromís han tenido a bien colocarme el último de la lista de las Autonómicas. Nunca había sido candidato en estas Elecciones. Lo fui a Municipales, Congreso, Senado y Parlamento Europeo. No a les Corts. No creo que salga elegido, aunque las encuestas son muy prometedoras. Pero ya tengo apalabrado intervenir en un mitin en el Fondó de les Neus. Trataré de aplicar toda la teoría aquí vertida: es casi seguro de que no me saldrá bien el paso de las musas al teatro. Pero algo aprenderé. Al fin y al cabo la humildad del aprendiz es lo único que justifica el esfuerzo de los candidatos inteligentes. Ya les contaré).