Entre acordes y cadenas

Invasión Algorítmica

La Inteligencia Artificial ha llegado para quedarse.

La Inteligencia Artificial ha llegado para quedarse.

 Las palabras son importantes. No son sólo un conjunto de letras encadenadas, sino que éstas, cuando forman la estructura adecuada, representan conceptos. Algunos son antiguos, tanto que es imposible retroceder en el tiempo para saber con exactitud cuál fue su origen. Pero otros son novedosos, y obedecen a los cambios que, cada vez más rápido, se suceden en nuestra sociedad.

Ahora bien, sea cual sea la idea en cuestión que trata de transmitir cada palabra, nunca es gratuita. Y muchas veces, mediante el empleo de la clásica técnica del bombardeo, es pretendida por unos o por otros para lograr un cambio social determinado, un cambio en la mentalidad de los seres humanos receptores de dicho término.

Esto es lo que ha ocurrido con las siglas IA, que nos transportan de inmediato al concepto de “Inteligencia Artificial”. O, en inglés, el idioma del que procede, AI, “Artificial Intelligence”. Una expresión repetida hasta la saciedad por los medios de comunicación y por las redes sociales con la finalidad de inculcarnos la idea de que la inteligencia, facultad puramente humana, puede ser también patrimonio de las máquinas, de los objetos, de aquellos que, para lograr que funcionen, es necesario enchufar a la corriente.

Porque la inteligencia no es sólo la capacidad de entender o de resolver problemas a partir de un conjunto de información almacenada, sino, además, la capacidad de razonar. Y esto, en la actualidad, no lo puede hacer una aplicación informática, ya que el proceso a través del cual el conocido como GPT-4 nos proporciona sus resultados no consiste en otra cosa que en una combinación de algoritmos, muy complejos y desarrollados, sí, pero tan solo en algoritmos.

Así pues, la mal llamada “Inteligencia Artificial”, si bien es artificial, no puede ser inteligencia. Y, por tanto, no debería ser denominada de esta forma, sino que, en palabras del filósofo Jordi Pigem, las siglas IA o AI, según el idioma que empleemos, deberían ser renombradas como “Invasión Algorítmica” o “Algorithmic Invasion”.

En tal sentido se pronuncia en su reciente libro Técnica y totalitarismo (Fragmenta, 2023), en el cual advierte de los peligros de la tecnolatría, la deificación de la tecnología, y del deshumanizador proceso en el que, sin darnos cuenta, nos hallamos ya inmersos y que, a su juicio, muy acertado, pretende reducirnos a todos, a los seres humanos, a simples datos y algoritmos.

Al parecer, dicen algunos, esta IA provocará, en los próximos años, la extinción de muchas profesiones. Entre ellas, el periodismo, la traducción, la literatura o la poesía. El GPT-4 y sus futuras actualizaciones escribirán textos y sonetos por nosotros. E incluso hay quien sostiene que la música y la pintura también correrán la misma suerte, pues ya no hará falta un ser humano para rellenar los pentagramas vacíos o para colorear los lienzos. Las máquinas lo harán. Y lo harán tan bien que lograrán componer decenas de sinfonías, al estilo de Beethoven, o cientos de sonatas, como si hubieran sido escritas por el mismísimo Johann Sebastian Bach.

Y sí, puede que tengan razón. Puede que sean capaces de hacerlo. Es más, ya ha habido intentos. En YouTube están disponibles, al alcance de cualquier que tenga curiosidad. Pero, aunque parezca Bach, nunca será Bach, porque el maestro murió en el año 1750. Y lo que escuchamos no es más que una composición creada artificialmente a través de todas las melodías compuestas por él y almacenadas en la memoria de una máquina. Si el Do sigue al Sol, la siguiente nota será un Re. Y así sucesivamente. Sin alma, sin pasión, sin vida. Una melodía muerta. Como ocurre con todo lo demás.

Porque la creación artística, la literatura, la música o la poesía no son sólo matemáticas. Hay algo más. Algo inexplicable, algo escondido en lo más recóndito de nuestro ser. Es el resultado de un desengaño, de una pérdida, de una truculenta noche, de una brizna de locura. Y esto es humano, solamente humano.

De modo que, para preservar nuestra humanidad, para impedir que nos priven de ella, reivindiquémonos a nosotros mismos y pongamos freno a este proceso destructivo y deshumanizador. Enarbolemos, metafóricamente, la bandera del ludismo contemporáneo, sin violencia, sólo con la palabra y, sobre todo, con la conciencia.