La enemistad ha vuelto

Toñi Serna, Leire Pajín, Zapatero y Mario Villar, sentados en primera fila en el mitin del PSOE en Benidorm

Toñi Serna, Leire Pajín, Zapatero y Mario Villar, sentados en primera fila en el mitin del PSOE en Benidorm / David Revenga

Antonio Papell

Antonio Papell

La transición política española se basó sobre dos conceptos que fueron mimados por la inmensa mayoría de los sujetos presentes en la ceremonia de democratización: centro y consenso. En aquella época, los actores políticos pensaban que era posible establecer un régimen pacífico basado en la dialéctica entre posturas antagónicas moderadas —centristas— capaces de convivir entre sí, de alternarse pacíficamente, de generar sucesivas síntesis. Tuvimos todos que transigir y mientras la derecha neofranquista ya democrática aceptaba que la izquierda socialdemócrata se alternara con ella en el desempeño del poder, esta renunciaba a pedir cuentas por los abusos de la dictadura, y se extendió sobre la realidad política un pacto tácito de desmemoria, que no tenía que ver con el olvido y que nos concedió unos años magníficos de disfrute juvenil y un tanto ingenuo de la normalidad democrática, que nos introducía en Europa y que nos permitía celebrar festivamente la emancipación. La movida madrileña y el destape cinematográfico fueron los símbolos inocentes de una resurrección festiva que había estallado el mismo día en que el dictador murió en la cama, y con su desaparición nos obsequió con unas libertades vetadas hasta entonces, que nos apresuramos a disfrutar con las prisas de quien no las tiene todas consigo y teme que el regalo que se se le hace sea efímero.

Pero transcurridas dos décadas de normalidad democrática y completada la primera alternancia con el retorno del PSOE al gobierno en 2004, la llegada de Zapatero al poder facilitó que se hicieran visibles unos asuntos pendientes que se habían tapado piadosamente para posibilitar aquella ansiada normalización. En concreto, había transcurrido el tiempo suficiente para que fueran desapareciendo todos los símbolos de exaltación de la dictadura, y la profundización democrática, con la lógica extensión de derechos y libertades, hacía necesario eliminar completamente las discriminaciones que todavía se hacían notar con una crueldad intolerable. Zapatero promulgó la primera ley de memoria histórica y legalizó las uniones homosexuales. Asimismo, había que acabar con ETA a toda costa y que racionalizar el papel de los nacionalismos periféricos como actores pacíficos e integrados.

Infortunadamente, a partir de 2008 se abatió sobre nosotros una profunda crisis que se llevó por delante el viejo modelo del bipartidismo imperfecto, que se mostró incapaz de prevenir y resolver incruentamente el desastre. Y las posiciones progresistas y conservadores se radicalizaron, al tiempo que aparecían una extrema derecha y una extrema izquierda más consistentes. Aquella inoportuna mudanza tuvo un efecto perturbador de entrada: la izquierda acentuó la exigencia de acabar con los símbolos y de limpiar las huellas de la dictadura, que fue rechazada por la derecha. Y las posiciones se enconaron. Continuamos aferrados a una confrontación completamente trasnochada sobre los vicios y virtudes de la dictadura y hemos trasladado aquella vieja enemistad al presente, de tal forma que lo que fue una pacífica confluencia vuelve a ser hoy una intermitente batalla campal. Reaparecen anclajes antiguos que nos impiden despegar y proseguir el camino con naturalidad.

La cuestión del aborto, que no había generado polémicas desde 2010, ha saltado otra vez a la actualidad cuando el TC ha declarado la constitucionalidad de la ley de plazos promulgada entonces. La normalización del universo LGTBI, que se resume en la pacífica convivencia de todas las preferencias e identidades sexuales, se ha envenenado nuevamente. Extinguida ETA desde hace casi doce años, surgen recelos por el hecho de que Bildu actúe políticamente, aceptando la generosa invitación de los firmantes del pacto de Ajuria Enea, resumida por Rubalcaba en aquella expresiva frase “o armas, o urnas”.

Hay en fin gente empeñada en frustrar el avance de ese país, en mantener algunos de los ancestrales odios que sembraron de guerracivilismo nuestra historia reciente, en destruir el contrato social para dar paso a otras formas más sutiles de feudalismo que siguen incluyendo dosis de dominación y de discriminación. En época de elecciones como la presente, estas tendencias afloran, y es necesario que los ciudadanos actuemos con la cabeza fría, sin dejarnos arrastrar por las mismas pasiones que tantas veces han abierto simas bajo nuestros pies. La enemistad ha vuelto, y tenemos que combatir ese retorno.

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