Tribuna

Un crimen de lesa humanidad

Vinicius durante un partido del Real Madrid.

Vinicius durante un partido del Real Madrid. / EFE

Miguel Ángel Santos Guerra

Miguel Ángel Santos Guerra

No sé dónde leí hace tiempo que mientras más imbécil es el blanco, más tonto le parece el negro. Y aquí, por lo visto y oído tenemos un buen número de imbéciles. Eso nos demuestra lo sucedido hace unos días en la ciudad del Turia con los insultos racistas recibidos por el futbolista Vinicius Junior, antes, durante y después del partido del Valencia contra el Real Madrid

En otros campos se ha coreado “Vinicius, muérete”. Y se han hecho gestos que imitan al mono. Y se han tirado plátanos al césped. No solo se ha agredido a este jugador, también ha sucedido con muchos otros. Tenemos un problema gravísimo. Decir que España o que la afición valenciana son racistas es una generalización injusta. Ahora bien, lo primero que hay que hacer para solucionar un problema es reconocer con humildad que existe y descifrar cuál es su entraña y cuál es la solución.

Hay que poner en cuestión también lo que sucede en los estadios respecto al comportamiento gregario de las aficiones. Es probable que un vociferante que grita a coro insultos racistas en un campo de fútbol no sea capaz de proferir ese insulto cuando se encuentra solo con un vecino de raza negra. Es la peligrosa fuerza de la masa.

¿Se puede insultar a coro a jugadores, entrenadores, y árbitros? Cuando se entra en un estadio se adquiere patente de corso para la agresión verbal? ¿Qué hacen las instituciones y las autoridades deportivas al respecto?

El racismo es una doctrina y una actitud que procede de ella. Como doctrina defiende que las diferencias raciales determinan diferencias culturales y sociales y justifican las desigualdades sociales.

Han pasado los tiempos en los que se pretendía explicar científicamente que había razas superiores. El racismo es una actitud irracional y miserable. “Es un prejuicio. La mitad de los prejuicios son caparazones, la otra mitad son armas”, decía Ghogyam Trungpa, maestro tibetano de meditación budista.

Aristóteles defendía la supremacía de los griegos sobre los bávaros, así como la sumisión de los esclavos, (considerados seresa medio camino entre el hombre y el animal) a los ciudadanos de pleno derecho. La Edad Media cristiana, aunque teóricamente predicaba que todas las personas eran iguales ante Dios, no dejó de estimular el odio a judíos y árabes. La colonización española de las Indias encontró también en la diferencia racial el pretexto necesario para el expolio y el genocidio, aunque de él participaron también los colonizadores ingleses, franceses, portugueses y de otros países europeos.

En Alemania el racismo entronca con la antigua tradición antisemita y lleva a Chamberlain a elaborar una antropología diferencial de las razas, que acentúa el carácter superior de los teutones. De hecho, Chamberlain llegó a ser conocido como el “antropólogo del Kaíser”.

Afortunadamente esos tiempos han pasado. Hoy no se puede defender científicamente esa diferencia, que enciende la mecha del odio. Porque el racismo es un delito de odio. Tiene que ser perseguido y castigado. Hemos hecho grandes avances. Personas, grupos y naciones han realizado acciones que nos han permitido avanzar. Acabamos con la esclavitud, acabamos con el apartheid.

El racismo contemporáneo ya no se basa en una doctrina biológica sino en la voluntad de justificar y perpetuar la desigualdad de las condiciones sociales. Por ese motivo constituye una violación programática de los derechos humanos y es denunciado como crimen de lesa humanidad.

Hay tres maneras de combatir el racismo. No son incompatibles sino complementarias. Una, que yo creo que no es educativa aunque pueda tener sus efectos, es la punitiva. Digo que no es educativa porque los racistas, para evitar la sanción, actuarán de forma clandestina y anónima. Lo malo no es ser racista sino que te castiguen por serlo. El castigo no ha transformado la actitud, no ha generado respeto. Es más, puede incrementar el odio hacia aquellas personas que han sido la causa de su desventura económica, deportiva o social. ”No voy a poder pisar un campo de futbol en toda mi vida por culpa de ese maldito negro de mierda”, puede concluir de forma estúpida el sancionado. Por otra parte, no tendrá inconveniente en delinquir cuando resulte difícil o imposible ser descubierto. La sanción genera control, pero no promueve respeto.

La segunda es la acción ciudadana, realizada con solidaridad y con ingenio. Hace algunos años, la compañía aérea Swiss Air concedió un premio a una azafata y al comandante de un vuelo por el modo de resolver un conflicto racista en el vuelo. Una señora llama a la azafata para exigirle que le cambie de asiento ya que nadie debe estar obligado a viajar al lado de una personas desagradable. Esa persona era un señor de raza negra.

La azafata le dice que la clase turista está completa y que, para pasarle a primera clase, tiene que tener la autorización del comandante. La azafata se ausenta durante unos minutos y, cuando vuelve le dice a la señora que tanto el comandante como ella están de acuerdo con su petición. Va a pasar a primera clase. Ella hace además de levantarse y la azafata le dice:

  • No, señora. Quien va a pasar a primera clase es este señor.

Hermosa y merecida lección. El comandante le dio la razón a la señora: el negro no debía estar obligado a viajar al lado de una persona desagradable, antipática y racista.

La verdadera solución al problema, propongo en tercer lugar aunque no es la menos importante, se encuentra en la educación. Porque la educación, a mi juicio, tiene un componente crítico y otro, indispensable, ético. La educación enseña a pensar y también a convivir. Inculca actitudes de solidaridad, de respeto a la dignidad humana, de compasión. La educación nos enseña que todos los seres humanos, por el hecho de serlo y de forma independiente a la raza, al credo, a la opción sexual, son iguales en dignidad y derechos.

El verdadero camino, pues, es la educación. Es decir la consideración del otro, del diferente como un ser humano cargado de dignidad y merecedor de respeto. Si esto se consigue no habría comportamientos racistas ni en público ni en privado.

Por eso, estos hechos masivos me llevan a pensar a qué escuela fueron esos energúmenos y qué aprendieron en ella. Lo siento como un fracaso de la institución. ¿Qué es lo que hicimos mal durante tantos años?, ¿qué es lo que no hicimos y debimos hacer?

 Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión. La gente aprende a odiar. También se puede enseñar a amar. “El amor llega más naturalmente al corazón humano que lo contrario”, decía Nelson Mandela, el líder político que acabó con el apartheid. Y Martin Luther King: “He decidido apostar por el amor. El odio es una carga demasiado pesada”.

Me contó un profesor catalán que un día pidió que se pusieran delante de la clase dos de sus alumnos, uno negro y otro blanco. Y les digo que, después de mirarse, dijeran qué era lo que más les diferenciaba. Y lo primero que dijeron fue las zapatillas.

“Si alguna vez hubiera una guerra entre dos razas, yo estaría de parte de los osos”, decía John Muir, el famoso naturalista escocés. Porque una guerra entre razas es una aberración.

Hay dos problemas colaterales en la manifestación de estas actitudes racistas masivas que estoy denunciando y condenando. ¿Por qué las tolera quien las ve, quien es testigo de ellas? ¿Por qué, incluso, las aplaude o se ríe de ellas? Esa cobardía también es culpable. El segundo tiene que ver con el aprendizaje vicario del que habla Bandura: ¿qué aprenden los niños y las niñas que están en el campo y los que ven en televisión esos comportamientos? Imaginemos un padre con su hijo llamando con furia mono o negro de mierda a Vinicius, ¿Qué aprende?

Ese hecho me hace pensar en la necesidad de que la escuela y la familia remen en la misma dirección. Y que la sociedad también sea sensible. Hace fala un pueblo entero para educar a un niño. Tenemos que formar ciudadanos que sean capaces de construir un mundo asentado en la solidaridad. Creo que solo hay una raza: la raza humana. Y todas las personas pertenecemos a ella.

Hemos avanzado mucho en este sentido. Los seres humanos hemos acabado con el apartheid, hemos convertido el Ku Klux Klan en una banda criminal. Hoy nos asquea ese comportamiento incivilizado, abusivo y cruel. Lo explican muy bien mis queridos amigos José Antonio Marina y María de la Válgoma en su precioso libro “La lucha por la dignidad”.

Dice Ángela Davis, activista y académica estadounidense, conocida por su lucha en defensa de los derechos humanos, la justicia social y la igualdad de género que “en una sociedad racista no es suficiente con no ser racista. Debemos ser antirracistas”. Que así sea.