Tribuna

Un escritor para releer

Azorín, junto al retrato pintado por Zuloaga.

Azorín, junto al retrato pintado por Zuloaga. / ARCHIVO FUNDACIÓN MEDITERRÁNEO

Miguel Ángel Lozano Marco

El 8 de junio de 1873, hace 150 años, nació en Monóvar un niño que en la pila de bautismo recibió el nombre de José Augusto Trinidad, además de los apellidos Martínez Ruiz. Su interés por la literatura, desde la infancia, queda de manifiesto en Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), y sus primeras publicaciones en la prensa local fueron tempranas: en 1892 lo hizo bajo el seudónimo Juan de Lis, y utilizó varios más, alternando con su nombre, en la forma J. Martínez Ruiz (o JMR), hasta que en 1904 adoptó el apellido de su personaje (el protagonista de La voluntad y de Antonio Azorín) para situarlo en lugar destacado de la Historia de la Literatura. Azorín, que ejerció el periodismo durante más de setenta años, hizo de la prensa periódica no un medio para difundir sus ideas, sino el lugar necesario y eficaz para llevar a cabo la reforma del lenguaje escrito, la reforma del estilo usual, adecuándolo a la compleja realidad del mundo moderno y terminando con el retoricismo decimonónico, entonces imperante. Visto desde hoy, queda claro que nos encontramos ante uno de los «fundadores de la modernidad» como acertadamente lo definió Pere Gimferrer.

No es Azorín un escritor cuya obra se deje aprisionar en definiciones escuetas. Por mucho que numerosos comentaristas se empeñen en presentarlo como un minucioso anotador de la realidad tal y como la percibimos, de los objetos con los que convivimos y de los paisajes españoles -rurales o urbanos-, o como un lector impresionista de los autores clásicos y modernos, la simple lectura de sus páginas, leídas sin prejuicios, nos muestran otra cosa. No se trata de un autor realista; su lugar está en esa dilatada herencia del Simbolismo que se extendió por Europa a finales del siglo XIX y comienzos del XX. El propio escritor expresó reiteradas veces su ideal de identificar los objetos de la experiencia cotidiana con el misterio, así como su pretensión de intuir el misterio como componente de la misma realidad. En la conclusión de su novela Capricho (1942) leemos: «El gran misterio, queridos amigos, es el de la realidad que nos circunda y de que formamos parte». Cuatro años después, en Memorias inmemoriales, afirma que «si la literatura ha de tener un valor, lo tendrá gracias a la preocupación que el artista sienta por el eterno misterio». En su atención a los fenómenos de la vida, un creador, un artista, ha de apreciar la cualidad de lo que le rodea, la irreductible entidad de cada objeto, aun de los más humildes e irrelevantes, así como las sutiles resonancias de cada partícula del mundo. Nada carece de valor; todo es apreciable para quien percibe, en la misma realidad de las cosas, ese «algo más» que las constituye. La lectura de los textos de Azorín enriquece nuestra sensibilidad y nos predispone para afinar la conciencia de nosotros mismos en nuestras circunstancias.

La postura de atento observador es indesligable de un sentimiento emocionado y de una actitud afectuosa hacia el mundo que observa. La misma manera de concebir el paisaje responde a esta actitud. Recordemos, aludiendo a las conocidas palabras de Yuste, personaje de La voluntad, que es el sentimiento de la naturaleza lo que da «la medida de un artista», y que «un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje». Interpretar una emoción no es anotar detalles de lo observado ni describir un espacio con pretendida objetividad; es ver el paisaje como algo íntimo, como la materialización de su propia alma («un paisaje es un estado del alma», la conocida frase de Amiel, es uno de los tópicos de la época). Así lo expresó al comentar la poesía de Antonio Machado, utilizando criterios simbolistas que pueden ser aplicados con exactitud a su labor literaria: «paisaje y sentimientos son una misma cosa; el poeta se traslada al objeto descrito, y en la manera de describirlo nos da su propio espíritu».

«Misterio», «emoción» y «sentimiento» son términos que parecen evocar el ámbito de lo romántico, aunque no sea así. Si Antonio Machado en su famoso poema Retrato (1906) se preguntaba si él era «clásico o romántico», sin interesarse por una respuesta precisa que resolviera el aparente conflicto, Azorín opta de manera decidida por incluir el segundo término dentro del primero: «La inquietud romántica dentro de la línea clásica». En un texto esencial para conocer su estética, el artículo Confesión de un autor, apunta que, al aspirar a la claridad y sencillez, pretende que sus páginas «lejos de dar toda la medida de una voluntad libre, desconocedora de sí misma, romántica, muestren un poder contenido, reprimido, clásico». Este texto de 1905, que puede servir de fundamento a toda su obra, encuentra resonancias en diversos pasajes, y halla complemento en ciertas líneas de una de sus últimas novelas, La isla sin aurora (1942), ejemplo de ensoñación poética que nada tiene que ver con el pretendido realismo minucioso que a veces se le atribuye. En el capítulo III de esta novela, el narrador hace un elogio de la limitación: «no perderá nunca su eficacia el arte de limitarse. Limitarse es concentrar las fuerzas; es adquirir una profundidad, una intensidad, una fuerza de síntesis que antes no teníamos». Ideas que encuentran eficacia novelesca en el capítulo XXIV cuando «el poeta» (personaje así llamado en la novela), citando a Goethe, defiende este criterio como propiciador de la creación y del amor.

La limitación facilita otra actividad artística esencial, perseguida por el escritor de Monóvar desde sus primeros textos: el cultivo del matiz. Si en Diario de un enfermo (1901) encontramos reflexiones definitivas en este sentido, en la novela de 1942 resume el criterio de manera rotunda. «En el único paisaje descubría él siempre nuevos matices», dice del personaje «novelista». El mismo objeto es inagotable para quien sabe ver en profundidad; y de este modo, si la novela es arte, no puede reducirse a la intriga ni fundamentar en ella su consistencia, pues «el arte es la captación y gradación de los matices».

Todo ello es muestra de que, si algo caracteriza el arte de Azorín, es, sin duda, la complejidad. Con sencilla apariencia remite a complejas emociones. Nos habla de la realidad fenoménica y del misterio, componente esencial de esa misma realidad; es preciso y directo en el lenguaje para provocar sensaciones sutiles; muestra al tiempo que evoca; es transparente y nítido sin dejar de suscitar ensueños; persigue la contención y logra limitarse para adquirir profundidad e intensidad.

Es Azorín uno de los más originales novelistas de la literatura española; y es, asimismo, poeta, «poeta en prosa», creador de mundos personales con personal estilo, exaltador de la emoción contenida y hombre que privilegia, de entre todas sus condiciones, la de la sensibilidad. Gil de Biedma se refirió a él como «gran poeta en prosa, acaso el mayor y más abundante de nuestra literatura», cuando la vitalidad de los tópicos e ideas preconcebidas con las que se le juzgaba no hacían fácil tal reconocimiento. El subido carácter poético de gran parte de su obra la preserva del tiempo, mantiene la intensidad conseguida a fuerza de limitación, de dominio, y la hace apta para superar la prueba que muy pocos textos pueden resistir: conseguir el renovado placer, siempre al alcance del lector, de la relectura.