En el fútbol, era lo normal

Antonio Ortuño Escarabajal

Antonio Ortuño Escarabajal

En la década de los 70´ en la Vega Baja, como en tantos sitios, el fútbol era el pasatiempo favorito de la mayoría de los chicos y adolescentes. En cualquier lugar y a cualquier hora era un buen momento para montar un partido. Eso sí, era un deporte de hombres. Si alguna vez a alguna chica se le dejaba jugar, al poco tiempo era normal verla salir corriendo ante la llegada de su madre que zapatilla en mano y a gritos le increpaba: “¡Chicota, que eres una chicota, ya verás cuando se entere tu padre, ya llegarás a casa, ya llegarás!”, lo que provocaba las risas entre el resto de los jugadores masculinos. Era lo normal. En esta comarca al sur de Alicante, pocos municipios tenían equipos de fútbol de juveniles. Juveniles era la única categoría para los adolescentes, que una vez federados y equipados con los mismos colores, nos permitía entrar en competición a lo largo de todo un año. Era un sueño hecho realidad. Jugábamos a imitar a nuestras estrellas del fútbol profesional a las que la mayoría las conocíamos por los cromos coleccionables. Era lo normal ya que las televisiones aún estaban llegando con cuentagotas.

Jugar en un equipo de juveniles, suponía, aparte de un orgullo, tener un partido de fútbol, con árbitro y todo, todos los fines de semana. También, y era normal, se sabía que tenías que “buscarte la vida” para llegar a la hora acordada por el entrenador a los campos rivales como equipo visitante. En coches con algún familiar, en autobús, a dedo, en moto o bici, el caso es que a la hora acordada o diez minutos arriba, todos nos reuníamos en el campo de fútbol de nuestro rival. Media hora antes del inicio del partido, al vestuario. Era normal que la mayoría de estos vestuarios fuesen como unas casetas; unos cuartos de unos cuarenta metros cuadrados, hechos de bloques enlucidos con cemento moreno y techados con placas de uralita. Al entrar, una pequeña ventana era la única ventilación que tenía. Un banco único de la propia obra pegado a lo largo de una pared nos ayudaba a estar sentados para cambiarnos. En frente las duchas, bueno, una cañería agujereada hacía esta función, a veces sin desagüe alguno. Apretujados en aquellos bancos o por turnos, el caso es que cinco minutos antes de comenzar el partido, estábamos listos para saltar al campo, casi siempre de tierra y lleno de socavones. Era normal, ver a algunos compañeros con espinilleras más grandes que sus tibias, el portero protegido con sus rodilleras y, con suerte, también con sus coderas; y todos, todos enfundados en unos minúsculos pantalones cortos que nos dejaban presumir de trenes musculares inferiores. El almacén que, hacia las veces de vestuario, ya se había impregnado de los olores corporales de cada uno de nosotros, mal disimulado con un fortísimo olor a linimento y réflex. En el descanso estos olores se duplicaban y al final del partido, aun con las duchas y el suelo lleno de agua, era imposible acabar con aquel olor a humanidad. Pero era lo normal.

Ya que éramos los visitantes, nos correspondía ser los primeros en saltar al terreno de juego. Conforme íbamos saliendo, ya sentíamos en nuestras nucas las “muestras de cariño” con las que los escasos aficionados locales nos recibían: “Chulos de mierda”, “mira que estás gordo, cabrón”, “sois unos hijos de puta”, “maricones”, “de aquí os vais a llevar una mierda”, “vaya panda de nenazas” ... Era lo normal. Al igual que era normal los insultos, intimidaciones y amenazas que recibía el árbitro cuando se incorporaba al terreno de juego, y que luego se prolongaban y subían de tono a lo largo del partido. Era la España de los setenta, los aficionados se quedaban afónicos insultando a sus rivales, no animando a su equipo. Era lo normal

El fútbol base por fortuna ha cambiado, para mejor, durante estos años, incluso me atrevo a decir que el noventa por ciento de sus seguidores también. Es normal. Lo que no ha cambiado en décadas, es el comportamiento aborregado de muchos mal llamados aficionados y eso sí que no es normal. Recuerdo a todo un estadio vociferando: “Míchel maricón” y como cuarenta años después se repitió el mismo comportamiento, ahora con: “Piqué maricón”. Lo que no es normal es que en pleno siglo XXI, en los principales estadios de fútbol españoles, pagar una entrada siga otorgando el derecho a insultar a los futbolistas o a los árbitros. Ha tenido que llegar un jugador de fútbol, un tal Vinícius José Paixaô de Oliveira Junior, brasileño de 22 años y jugador del Real Madrid, para después de tanto tiempo, darnos una bofetada de realidad, mostrando a todo el mundo que, como aficionados, somos unos maleducados, racistas, homófobos y miserables. Piropos de los que tampoco están exentos los dirigentes del fútbol hispano que han tenido muchos, pero que muchos años, para acabar con este tipo de prácticas nada educativas y que nos abochornan como sociedad. Actitudes y prácticas que no son normales.

Lo normal es que los nauseabundos fangos que ha removido el jugador madrileño, aprovechando que es jugador del equipo que es, no se dejen reposar hasta que estos sean depurados hasta sus raíces. No sería normal que los responsables de estas actividades incívicas que se ven en las gradas y en los despachos, solo tengan buenas palabras al tiempo que tratan de hacer el menor ruido posible, hasta que el lodo se vuelva a depositar, y volvamos a la antigua normalidad. Habrá quien piense que a mayor cantidad de maleducados en una grada significa mayor presión para los rivales, que se traduce en más victorias y en más dinero. Y sé que algunos piensan, aunque no se atreven a ponerle voz, que este comportamiento salvaje de un graderío forma parte de nuestro arraigo cultural. ¡No te jode!