ANÁLISIS

Los señores de la guerra tienen prisa

La rebelión de los secretarios provinciales del PSOE contra Puig recibe el aval de Pedro Sánchez y anticipa una cruenta batalla en el partido

Ximo Puig y Pedro Sánchez, en el mitin de campaña de los socialistas para el 28M celebrado en Alicante el pasado mayo

Ximo Puig y Pedro Sánchez, en el mitin de campaña de los socialistas para el 28M celebrado en Alicante el pasado mayo / Alex Domínguez

Juan R. Gil

Juan R. Gil

El día que Pedro Sánchez apeló a la militancia para recuperar la secretaría general del PSOE comenzó el desmantelamiento de un partido indispensable para entender la historia de España y su sistemática sustitución por una sociedad unipersonal con delegaciones provinciales. Investido mesías, nunca más Sánchez ha consultado nada: ni con los afiliados, a los que usó y luego ha tratado con la misma displicencia con la que el pastor maneja el rebaño; ni con los órganos de dirección que formalmente se mantienen pero sólo se utilizan para dar apariencia democrática a lo que en su funcionamiento diario es una autocracia de manual; ni por supuesto con los representantes de las federaciones que antaño, pese a las tensiones entre sí y con Madrid, eran la auténtica columna vertebral que sostuvo en pie el armazón socialista aun en los peores tiempos. Ese presidencialismo exacerbado que implantó Sánchez ha acabado por contaminar hasta el último rincón del PSOE, cuyos dirigentes, da igual si están en las ejecutivas o pelean contra ellas, se comportan cada vez con mayor desprecio por cualquier norma de conducción interna que previamente se hubieran dado. Y la forma en que ahora se han elaborado las candidaturas de los socialistas al Congreso y el Senado no ha hecho sino extremar esa fatal deriva.

El lunes 29 de mayo, apenas unas horas después de que se confirmara la debacle socialista en unas elecciones autonómicas y municipales desarrolladas de principio a fin como una campaña nacional, el jefe del Ejecutivo sorprendió a todos llamando de nuevo a las urnas. En un primer momento, pareció un movimiento tan desconcertante como osado: ¿qué general se lanza a otra batalla sin dar tiempo a sus tropas para vendar las heridas y enterrar a los muertos de la masacre que acaban de sufrir? Después, muchos convinieron en que era una operación inteligente: mejor pelear por la remontada de inmediato que pasar seis meses rumiando la derrota. En puridad, tampoco parecía haber otra salida óptima después de un desastre en el que el PSOE había sufrido la mayor pérdida de poder institucional de su historia reciente. Eso sí: había que tener agallas para hacerlo.

Tener agallas, estar muy prendado uno de sí mismo, o ser muy prisionero de su personaje. Con el paso de las jornadas parecen cobrar más razón aquellos que señalaron desde el primer momento al narcisismo de Sánchez como el alfa y omega de todo. El narcisismo fue el que le llevó a aceptar el tablero de juego que le marcaba el PP en la recién liquidada campaña, un escenario en el que eran él y sus pactos, y no los alcaldes o los presidentes autonómicos y su gestión, los que se sometían a juicio. Feijóo planteó un plebiscito y Sánchez se avino a él y se equivocó. Y ese mismo narcisismo es el que de nuevo le lleva ahora a renegar del resultado y plantear una segunda vuelta sin tiempo de digerir la primera. Él no perdió las elecciones del 28M: él es el redentor que va a salvar al socialismo el 23J. Dejadme solo.

Bajo esa premisa, el comité federal del PSOE, antaño máximo órgano de dirección del partido entre congresos según sus estatutos, celebró ayer misa. Sánchez reunió a los principales cuadros socialistas, reducidos a la indigencia orgánica durante su mandato, sin más propósito que cumplir el trámite de convocarlos para que le avalaran las graves decisiones tomadas desde el 28M sin comentárselas siquiera, ni aun en petit comité. Y para que se tragaran también el sapo de respaldar las listas que el secretario general socialista ha impuesto a lo largo y ancho de todas las circunscripciones, pobladas de ministros y altos cargos «cuneros».

Lasciate ogni speranza voi ch’entrate. Es la sentencia que Dante imaginó que los condenados verían al llegar al infierno. Pero, dramatismos al margen, bien podría haberse situado ayer en el dintel de la sala donde se celebraba la reunión del PSOE. Perded toda esperanza quienes aquí entráis. Porque las candidaturas que se aprobaron dentro no responden al objetivo de competir por ganar las elecciones. Anticipándose a que las cosas vayan tan mal como las encuestas pronostican, lo que Pedro Sánchez ha hecho con esas listas ha sido buscar refugio a los suyos, al mismo tiempo que utilizarlas para forjar alianzas que le permitan, después del nuevo varapalo que prevén, seguir controlando lo que quede de un partido que territorialmente ya está desecho. Se traslada el mensaje así de que el PSOE da por perdida la batalla frente a la derecha de Feijóo, que a este paso no va a necesitar incorporar a Vox a un hipotético gobierno tras el 23J. Y de que sus mandos no están a otra cosa que al reparto de las migajas. Es algo que ya hemos visto otras veces. Pero jamás con tan escaso pudor.

No estoy hablando en términos de buenos o malos. Esto es política a ras de tierra, ni siquiera de altos vuelos, así que no caben los juicios morales. En el caso de la Comunidad Valenciana, los secretarios provinciales de Valencia y Alicante, Carlos Fernández Bielsa y Alejandro Soler, lanzados ya a la batalla por liquidar a Puig una vez perdido el gobierno autonómico, aprobaron unas listas que debilitaban al secretario general del PSPV y les impulsaban a ellos en su labor de demolición. Puig respondió cambiándolas, para colocar a su vez a peones suyos y dejar fuera a algunos de los otros. Y Sánchez las alteró de nuevo, tomando partido por Bielsa y Soler y dejando a Puig a los pies de los caballos. No hay aquí democracia interna ni confrontación de modelos ni posicionamientos ideológicos ni zarandajas por el estilo. ¿Qué discurso político puede haber en colocar a estas alturas a Ángel Franco en una lista, aunque sea en un puesto de imposible elección? ¿El de ofender a los electores? Lo que hay es simple y llanamente una exhibición de fuerza ante los afiliados, sin importar que ello suponga perder votantes en unas elecciones que están a la vuelta de la esquina. Por eso reaparece Franco en una lista, para dejarle claro a la portavoz socialista en el Ayuntamiento de Alicante que no es bienvenida, antes incluso de que tome posesión. Puig la impuso como candidata cuando nadie podía discutirle y ahora, tras la derrota, sus oponentes quieren que Barceló sepa quién manda. Todo lo que ha pasado estos días, igual en la Comunidad Valenciana que a escala nacional, responde únicamente a ese juego de los señores de una guerra que mantendrá a los socialistas en permanente ebullición los próximos años, mientras van cayendo uno tras otro congresos extraordinarios y asambleas de confrontación. Empezarla a las puertas de unas elecciones es seguramente suicida. Pero no parece importarles.

Pese a la elevada tensión de las últimas horas, en las que la fontanería de Sánchez le engañó por enésima vez, el secretario general de los socialistas valencianos y presidente en funciones de la Generalitat, Ximo Puig, acudió al comité federal. A qué fue, es algo para lo que particularmente no tengo respuesta. Puig ha sido el saco de boxeo preferido por Sánchez durante estos años. El presidente que alcanzó en 2015 el primer pacto que permitió a la izquierda recuperar un gobierno importante; el socialista que dirigía la mayor región presidida por el PSOE; el secretario general de la segunda organización en militancia del partido; el único «barón» de relieve que apoyó a Sánchez, unas veces de forma activa y otras con su silencio, en sus acuerdos más peliagudos, sobre todo con los independentistas catalanes; ese gobernante, decía, es el que más golpes bajos y menos ayuda ha recibido de la Moncloa estos años, hasta el punto de añorar muchas veces a la postre la más ventajosa relación que existía entre València y Madrid en tiempos de Rajoy. El último presidente del Gobierno del PP no arregló la infrafinanciación de esta comunidad. Pero Sánchez tampoco. Y lo que puede decirse con rotundidad es que Rajoy mostró mayor respeto por lo que Puig representaba del que manifestó Sánchez.

Así que, repito: ¿a qué fue ayer Ximo Puig a Madrid? ¿No hubiera sido más coherente hacer lo que hicieron el castellanomanchego Page o el aragonés Lambán, dar plantón, no asistir y, con ello, no avalar ni las formas ni el fondo de lo que se estaba haciendo? Se hubiera entendido que Puig participara en el comité para espetarle a Sánchez, en el único foro en el que todavía puede, la catilinaria que muchos en el PSOE estaban deseando oír. Pero Puig no fue al ataque, sino a la defensiva. A recordar sus 41 años de militancia y a proclamar que no piensa irse. No se ha dado cuenta de que ya no esperan que lo haga. Lo que están es empujando para echarlo fuera del bote y repartirse luego lo que quede de los restos del naufragio. Como decía Antonio Moreno, que fue el primer portavoz socialista en las Cortes Valencianas tras perder Lerma el Consell a manos de Eduardo Zaplana, esto es política y el que quiera otra cosa que se apunte a una ONG, así que lo único sorprendente aquí son las prisas. Se ve que vienen con hambre atrasada. Pero si los que buscan suceder a Puig llevan por estandarte a Franco, Mazón puede jubilarse en el Palau. Ya sé que le faltan 18 años. Pero la otra vez que los socialistas empezaron así, el PP estuvo veinte.