Me gusta especialmente la jornada que transcurre entre el 19 y el 20 de junio en Alicante. Es la única que realmente no ha cambiado desde mi juventud, y en la me reconozco de verdad. Aquella en la que la ciudad muda de piel. Pasa de ser una urbe como cualquiera, con su tráfico, sus rutinas, su fisonomía de siempre, más o menos atractiva según quien la juzgue, a un territorio de fiesta.
Tiene mérito que durante tanto tiempo el ritual haya permanecido inalterable, sobre todo ahora que la urbe se ha hecho gigantesca y los problemas que plantea no tienen nada que ver con los de hace casi un siglo. De ahí que de año en año surjan voces discrepantes que clamen por la creación de un gueto festero, a la manera de las ferias, que saquen la fiesta de la ciudad, y que sea en ese recinto ferial donde se planten todas las hogueras y se concentren todos los decibelios. Ya les digo yo a los partidarios de esa teoría que tienen todas las de perder.
A pesar de que el censo festero apenas llegue a los 10.000 en una ciudad que ya es la décima de España con 340.000 habitantes (en 1930 eran 73.000), las fiestas oficiales de Hogueras se van a seguir celebrando diseminadas a lo largo y ancho de la ciudad.
Como digo, creo que no damos todo el valor que merece a lo que ocurre entre el 19 y el 20 de junio. Que en la sociedad en que vivimos, tan individualista, y en una ciudad donde cada cual va a lo suyo, desmovilizada como ella sola, se produzca una metamorfosis de las proporciones de las Fiestas de Hogueras, es un hecho insólito. Valorémoslo.