Los estados de opinión

Pedro Luis Sánchez Gil

Pedro Luis Sánchez Gil

En nuestra vida cotidiana solemos hablar de las más variadas cuestiones. De unas sabemos bastante, de otras poco o casi nada, A veces lleva razón quien nos espeta: no sabes de lo que hablas.

La mayoría de las personas partimos de un bagaje lejano, apenas consciente, la educación de los primeros años. A partir de ahí hay quienes maduran suficientemente y hay quienes no. Es frecuente que nos dejemos llevar por la vida como nos dejamos llevar por la moda.

A pesar de lo dicho permanece incólume el derecho a manifestar nuestra opinión por rafia que parezca a alguien. Si esto no fuera así, cualquier día podrían decirnos que no tenemos derecho a votar.

Desde hace décadas una parte de nuestro cerebro está conformado por los estados de opinión. Es cierto que los ha habido siempre. Pero hoy en día les hemos otorgado un estatus que en modo alguno se merecen. Nos hemos convertido en meros autómatas que repiten sus mantras. En sus esclavos.

Unos cuantos estados de opinión conforman nuestro ideario. Creemos tener un criterio propio que no es tal. Para comprobar el anterior aserto basta con que rasquemos un poco en busca de su origen. Normalmente no lo encontraremos, no hallaremos raíz alguna. Esas opiniones que parecen nuestras, que nos han calado hasta las cachas, ni tan siquiera son el polvo que se adhiere en el camino, que si bien nada pone, tampoco quita.

Los estados de opinión, por mucho que nos asalten a la vuelta de cada esquina, no conforman nuestro ser. Algo así ha ocurrido con uno de nuestros instintos fundamentales, el de la agresión. En algo hemos fallado aquí. La cuestión es que somos tan crueles como antaño. Con distintas armas de matar nos seguimos matando. Matar de lejos no puede considerarse un signo de civilización. Estamos inmunizados frente los edificios destruidos, los cadáveres en la calle o los heridos en los hospitales. Lo hemos visto centenares de veces. Decimos que nos sentimos conmovidos, pero no es cierto.

Los estados de opinión existen desde hace siglos. Si nos remontáramos a la Roma antigua, más que de estados de opinión hablaríamos de la moral reinante, impuesta por los emperadores, por sus maestros, por sus guerras. Sí, las guerras trastocan en mayor o menor medida muchos valores, se barren o mitigan unos a la par que renacen o cobran vida otros.

Ha llovido mucho desde la época de los romanos. Entonces no había libertad, no ya para los esclavos que eran cosas, tampoco para sus ciudadanos. Hoy sí la hay. Sin embargo, los estados de opinión, lejos de favorecerla, la condicionan.

Los poderes públicos son los primeros en dejarse llevar por los estados de opinión. Sienten pánico de que les resten votos. Imaginémonos entonces como debe sentirse un ciudadano de a pie.

Pero las libertades están bajo el amparo de la Constitución. De ahí la importancia de los tribunales de justicia y del Tribunal Constitucional. Si estos no son capaces de garantizar nuestros derechos y libertades, perdemos todos, hoy unos, mañana otros.

Yo me congratulo de que la inmensa mayoría de las sentencias de nuestros tribunales amparen nuestras libertades, entre ellas la libertad de expresión. Cuando a esta se le empiezan a cortar las alas, cuando uno empieza a medir al dedillo sus palabras por si a alguien le da por buscarle los tres pies al gato, mala cosa. Cuantos menos trabajos haya que consistan en ordenar lo que se puede o no decir, mejor. Compartir un entorno suspicaz es angustioso. Uno se aparta y termina no queriendo saber nada o saber poco de la sociedad en la que vive. Algunos, incluso se van.