• Mamá, hoy mi amiga me ha contado un cuento que se ha inventado y, mientras me lo contaba, yo lo veía por dentro de mi cabeza. 

Ver por dentro, ponerle imagen a una historia, soñar despierto, imaginar…, son bienes escasos hoy en día en que la capacidad de ensoñación de los niños está colonizada, alienada, ocupada por figuras, objetos y paisajes heredados de otros e inoculados en los pequeños a través de las pantallas desde la misma cuna.

Decía Georges Jean, el prestigioso lingüista francés, que el imaginario es un lugar en el que las personas atesoramos nuestras experiencias de vida: sensaciones, emociones, colores, palabras, imágenes, relaciones, sentimientos. Ahí se quedan juntos y amalgamados, hasta que nos hace falta usarlos. En cuyo caso, echamos mano de ellos y, cuando salen, tienen el sabor de un guiso añejo, el aroma de las asociaciones que se han generado adentro, el aire de novedad de lo inventado, la calma de lo conocido, el placer de lo propio.

Así que, cuando estas niñas se ocupaban en contar y escuchar, estaban intercambiando elementos de sus imaginarios particulares y gozando al conocer otras posibilidades de ampliar sus sueños, de enriquecer su acervo de palabras, de fortalecer la relación entre ellas y de ensanchar sus juegos con nuevos personajes y aventuras.

Durante mi largo recorrido como maestra he contado muchos cuentos a los niños, les he leído muchos poemas, les he invitado a que bailaran, a que escucharan música, a que hicieran teatro, a que se acercaran a lo hermoso, tanto en la naturaleza, como en las artes visuales o plásticas. Intentaba con esto que llenaran su imaginario de riquezas para cuando les hicieran falta. Reunir lo interno con lo externo nos ofrece recursos, nos da seguridad y nos proporciona unos cimientos vitales que nos permiten sentirnos a gusto, aun siendo conscientes de que somos diferentes de los demás.

A veces les decía a mis alumnos de cuatro o cinco años: “Hoy os voy a contar un cuento de los que me contaba mi madre. No está escrito en un libro, ni tiene dibujos. Os lo tenéis que ir imaginando vosotros, cada cual como más le guste.» Después de contárselo, hacíamos una puesta en común en la que explicaban cómo se habían imaginado a los personajes y siempre se asombraban al escuchar las diferentes maneras de pensarlos de los compañeros. Alguien había visualizado a la anciana del bosque muy bajita, otros flaca («porque no comía casi»), otros con «cara de buena», Pablo la imaginó «con una cruz en el cuello, como la de mi abuela, que siempre la lleva puesta»).

Había una patrulla de tres amigos que se llevaban genial y jugaban muy bien juntos. Y resultó que uno de ellos, Hugo, se había imaginado al protagonista del cuento alto, rubio y con barba, pero sus amigos: Carlos y Héctor, se lo imaginaron moreno. Hugo se disgustó mucho y los quiso convencer de que el príncipe aquel era «totalmente rubio». La verdad es que le costó aceptar que cada cual podía imaginárselo como quisiera, porque “la imaginación es libre”.

Cuando se invita a los niños a imaginar con suficiente frecuencia, se acostumbran a mirar hacia adentro, a escudriñar sus imágenes particulares, a tener curiosidad por las de los demás, a echar mano de los tesoros de su imaginario, a no depender de las ilustraciones de los cuentos para visualizarlos, a aprovechar sus experiencias vitales para arropar sus historias.

En una ocasión, Ana, una niña de 5 años, muy amante de pintar y hacer trabajos plásticos, me dijo: «¿Sabes qué? Yo cuando voy a dibujar algo, primero me lo dibujo dentro, en mi cabeza y luego me copio de mi dibujo y lo hago en el papel».

Saber que hay una interioridad en las personas, un lugar íntimo adonde nadie accederá si uno no quiere, da bastante seguridad. Así se sabe uno poseedor de buenas cosas que andan por ahí adentro, se tiene la posibilidad de saberse diferente sin agobiarse, se siente uno lleno de sí mismo, y eso facilita, por un lado, poder soportar con más serenidad las carencias, la soledad o el aburrimiento. Y por otro, poder crear con desenvoltura: dibujos, cuentos, juegos, bailes, o cualquier otra cosa.

Pensemos ahora en un bebé de los de ahora, de los que son asomados a la pantalla (sea móvil, tablet o televisión) a ver a Pepa Pig, a La Patrulla Canina y demás parentela laaaaargos ratos cada día. Es fácil pensar con qué llenará él su imaginario, qué acudirá a su imaginación cuando se pare a pensar, qué intentará reflejar en sus dibujos cuando sea más mayorcito. Yo he visto niños que solo dibujaban a Spiderman. Niñas que siempre representaban Barbis. E incluso he visto a algunos que se negaban a dibujar, y hasta lloraban, porque querían hacer a sus personajes preferidos de los dibujos animados y no lo lograban con la exactitud que hubieran querido.

Un poco más adelante nos encontramos con que los niños necesitan ver una pantalla desde que se levantan hasta que se acuestan, que insisten en desayunar, comer o irse a dormir viéndola, que prefieren ver su programa favorito a jugar con otros niños. Son, en fin, niños adictos, pasivos, dependientes. Y, por tanto, sumamente influenciables, sensibles a la propaganda, a los criterios de los demás, a las modas y, por supuesto, a los mensajes lanzados por las pantallas, sus inseparables compañeras. 

Pero las pantallas no son inocentes. Dicen que entretienen. Dicen que enseñan. Dicen que calman. Sin embargo, lo que hacen son otras cosas. Primero roban a los niños el tiempo de mirar libremente alrededor, de jugar, de explorar, de inventar, de estar con otros y hasta de estar solos. Después les roban la capacidad de imaginar, con sus dibujos estereotipados, homogeneizadores y ajenos a sus vidas. Y más adelante, les roban la voluntad haciéndolos sumisos consumidores, (que de eso se trataba).

Si queremos que nuestros niños empiecen con buen pie… ¡NADA DE PANTALLAS EN SUS VIDAS NUEVAS!