Sequías: Acicates y reválidas

Estado en el que se encuentra el pantano de La Pedrera en Orihuela.

Estado en el que se encuentra el pantano de La Pedrera en Orihuela. / TONY SEVILLA

Antonio Gil Olcina

Antonio Gil Olcina

Ninguno de los territorios de la Península Ibérica está exento del riesgo de sequía, aunque resulte bien diferente de unos a otros, dispares son también los patrones de variabilidad de baja frecuencia que rigen el fenómeno. La región climática más vulnerable es la del Sureste, donde aquella muestra mayores frecuencias, duración e intensidad. Aproximadamente, por término medio, cada diez años se registra un período de sequía, con intervalo doble para las manifestaciones más severas por su prolongación y grado. En las fachadas oriental y suroriental, para las franjas costera y prelitoral, donde las lluvias, ocasionadas primordialmente por vientos de componente este, ofrecen clara preponderancia mediterránea, el patrón de referencia es la Oscilación del Mediterráneo Occidental (WeMO); mientras para el resto de la Península, donde privan las precipitaciones de origen atlántico, aportadas por borrascas de esta procedencia, inmersas en la circulación general del oeste, el patrón explicativo es la denominada Oscilación del Atlántico Norte (NAO). En ciertas ocasiones, los índices de ambas oscilaciones pueden ser opuestos y, por ende, asimismo sus efectos. Así, por ejemplo, con índice negativo de NAO puede imperar bonanza hidrológica en la cabecera del Segura; mientras, con WeMOi positivo, reina sequía meteorológica en las Vegas Media y Baja.

Actas capitulares civiles y eclesiásticas, expedientes de rogativas, memoriales, libros de diezmos, cuentas de agua, anales hidrológicos, crónicas y otras variadas fuentes proporcionan multitud de noticias sobre la elevada incidencia de sequías y sus catastróficas consecuencias en la seca región climática del sureste ibérico. Hasta mediados del siglo XIX, las peores secas iban seguidas de un apocalíptico cortejo de hambrunas, epidemias y éxodos; este aciago acompañamiento no fue superado sino más de cien años después con realizaciones hidráulicas de gran entidad (Mancomunidad de los Canales del Taibilla, regulación de la cabecera y caudal de base del Segura, trasvase Tajo-Segura); y masiva movilización de recursos subterráneos. Por supuesto, la sequía continúa originando graves pérdidas agrícolas y críticas secuelas socioeconómicas por doquier y, allí donde faltan las infraestructuras necesarias, restricciones en los abastecimientos urbanos de agua a día de hoy, por lamentable que parezca y resulte.

Históricamente, las sequías suscitaban iniciativas bien diversas, que incluían, además de medidas encaminadas a resolver o, al menos, paliar las crisis de subsistencia (grano de los pósitos, «trigo franco», «trigo del mar»), condonaciones o rebaja de contribuciones, rogativas públicas para pedir la lluvia (pro pluvia, ad petendam pluviam), disposiciones y actuaciones hidráulicas. No hay templos en España en los que, durante siglos, las referidas rogativas hayan sido más frecuentes que en las catedrales de Orihuela, Murcia y Almería, sin olvidar las colegiatas de San Nicolás (Alicante) y San Patricio (Lorca). Iniciado el trámite y la petición por la autoridad civil, aceptada por la eclesiástica, venía luego la elección de intercesores y un funcionamiento, según la evolución meteorológica, más o menos complejo (llegado el caso, reunión de intercesores, reemplazo de unos por otros, de la santidad a la divinidad, cambio incluso de advocación). Salvo que la relación entre ambas instancias no fuera fluida, como sucedió en la sequía de 1841-1843, la rogativa pro pluvia fue una práctica habitual, durante siglos, hasta la proclamación de la II República (1931), y luego, tras el conflicto civil, hasta el último tercio del siglo XX. A partir de entonces, la nueva orientación de la Iglesia española y la notoria secularización de la sociedad repercutieron negativamente, hasta convertir las contadas rogativas en noticia y casi curiosidad.

La excepción indicada se produjo cuando, el 2 de septiembre de 1841, el regente duque de la Victoria sancionó el decreto que abolía los diezmos y desamortizaba los bienes del clero secular. Sí se produjeron decisiones y realizaciones hidráulicas dignas de mención, tales como la rehabilitación del pantano de Elche, construcción de la segunda presa de Elda, la realización en régimen de concesión del pantano de Isabel II o Níjar y la iniciativa de la diputación de Alicante para trasvasar, en determinadas épocas, agua del Júcar; proyecto que, a pesar del voto favorable de la diputación de Albacete y de los ingenieros jefes de obras públicas de las provincias de Alicante y Valencia, este último Lucio del Valle, fracasó por la frontal oposición de la diputación de Valencia, que negaba la existencia de cualquier sobrante. La susodicha sequía de 1841-1843 marcó la primera mitad de esa década, acabó de llenarla la peor de que hay noticia histórica en el sureste ibérico (1846-1850); en su Memoria sobre el estado de la agricultura en la provincia de Alicante, Agustín Echevarría, ingeniero secretario de la Junta de Agricultura, Industria y Comercio, afirma que «en la tristemente célebre sequía del año 1846 a 1850 …, casi todas las plantas perecieron, el algarrobo fue el único que puedo soportar tan terrible prueba». Indudable relación con aquella guarda el Real Decreto de 21 de marzo de 1850 para abrir un concurso y premiar la mejor «Memoria … sobre las causas que producen las constantes sequías de las provincias de Murcia y Almería, señalando los medios de removerlas, si fuese posible; y no siéndolo, de atenuar sus efectos …». Este planteamiento, con llamativo olvido de la provincia de Alicante, se hacía eco de la hipótesis tardoilustrada que defendía la existencia localizada de una alteración climática, la inhibición de precipitaciones por efecto de la deforestación.

Es de recordar que, unos años después, durante el segundo imperio napoleónico (1852-1870), la necesidad de regular los ríos y uadis argelinos para favorecer el asentamiento de colonos, motivó la polémica internacional sobre los pantanos, que tuvo por caja de resonancia París; en nuestro país el punto de inflexión a favor de aquellos lo señalaría, tras la sequía de 1875-1879, la construcción de la tercera presa de Puentes (1881-1885), la mayor de las existentes en España (36 hm3) al inicio del siglo XX. Se tornaba así, a causa de la sequía, a la realización de grandes presas para riego, que había quedado bruscamente interrumpida por la catastrófica rotura de la segunda presa de Puentes, sobre el Guadalentín, en 1802, causante del mayor desastre de la historia hidráulica española, con 608 víctimas y daños evaluados en más de 34 millones de reales. Con este período de sequía guarda asimismo estrecha conexión la promulgación de la longeva Ley de Aguas de 13 de junio de 1879, vigente hasta 31 de diciembre de 1985.

No hay, pues, la menor duda, sobran datos concluyentes, del amplio condicionamiento que introducen las sequías, acicateando promulgación de disposiciones, creación de organismos, redacción de planes hidráulicos e hidrológicos, realización de infraestructuras y la movilización de recursos subterráneos, foráneos y no convencionales. Algunos ejemplos resultan particularmente significativos. Sobre legislación, junto a la más que centenaria Ley de Aguas de13 de junio de 1879, hijuela de la Ley sobre dominio y aprovechamiento de aguas de 3 de agosto de 1866, primer código español y europeo de la materia; baste recordar la Ley 29/1985, de 2 de agosto, de Aguas, con el concepto básico de dominio público hidráulico, y su modificación por la Ley 46/1999, de 13 de diciembre, fruto de la sequía de 1993-1996, rectificación incorporada en el Texto Refundido de la Ley de Aguas (2001). Entre los organismos creados en la centuria precedente revisten singular interés para la Región climática del Sureste Ibérico la Mancomunidad de los Canales del Taibilla, el Sindicato Central de Regantes del Acueducto Tajo-Segura (SCRATS) y, en tierras alicantinas, el Consorcio de Aguas y Saneamientos de la Marina Baja. Con la mencionada sequía de 1993-1996 guardan íntima relación el Anteproyecto de Plan Hidrológico Nacional (1993) o Plan Borrell, con sus 3.771 hm3 anuales de transferencias, el más trasvasista de los planes elaborados en España, y el propio Plan Hidrológico Nacional (2001), parcialmente derogado en 2004-2005. En cuanto a la ejecución de infraestructuras hidráulicas, es de resaltar que, durante el siglo XX, la capacidad de embalse nacional que, en el inicio, no excedía de 100 hm3, subió a más de 55.000 hm3; añadamos que el conjunto hidráulico que, conectados, configuran el Acueducto Tajo-Segura y los Canales del Taibilla representa la mayor infraestructura hidráulica existente en España.

Al afectar extensos espacios y grandes colectivos, con el agropecuario en primer término, la sequía suscita reivindicaciones y estados de opinión amplios. Es de notar, además, que los planteamientos regeneracionistas, con la reestructuración hidráulica del país a la cabeza, han estado presentes durante todo el siglo XX, desde la crisis finisecular decimonónica y las predicaciones iniciales de Costa, su gran tribuno y vocero, al mencionado Anteproyecto de Plan Hidrológico (1993), inequívoco canto de cisne; pasando por el I Plan Nacional de Obras Hidráulicas (1933) y el Plan General de Obras Públicas (1940). La sequía, en contexto propicio, es acicate que espolea y hasta aguija determinadas actuaciones. Menos difundida y practicada es la función de reválida que una sequía cumple respecto de la precedente, para verificar si los deberes que impuso esta han sido llevados a cabo. Un ejemplo prototípico de esas constataciones, con resultados bien positivos, hallamos en la comarca de la Marina Baja. Por desgracia, ese espíritu no impera los últimos lustros en el ámbito nacional: la carencia de un plan hidrológico amparado en el consenso responsable es bien lamentable, quizá sin recurrir al eufemismo la adjetivación fuera otra. No es admisible el olvido o desconocimiento que la política del agua no es una baza para la contienda electoral, sino asunto de Estado. Las sequías pregonan e iteran la imperiosa necesidad de una política convenida del agua que auspicie la gestión integral, responsable, sostenible y conjunta de recursos convencionales y no convencionales, acorde con los condicionamientos climáticos e hidrológicos bien diversos de la Península Ibérica, tan influenciados y mediatizados, no obstante, por la subsidencia subtropical.

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