Opinión | Tribuna

Cuando la sierra de Orihuela era lugar de esparcimiento

Castillo de Orihuela

Castillo de Orihuela / Tony Sevilla

La sierra de Orihuela, popularmente conocida como «La Peña», tiene poco protagonismo en la vida de los oriolanos de hoy en día; sin embargo, no fue siempre así.

En mi época juvenil cobraba gran importancia para las actividades lúdicas de todos los habitantes de la ciudad.

La Peña era el lugar preferido de todos los oriolanos que aspiraban a ocupar un puesto en el mundo del deporte. Pero también era frecuentada por los estudiantes que aprovechaban la paz de sus rellanos y la sombra de sus pinos para memorizar sus lecciones o temarios.

Los aficionados al ciclismo utilizaban la vieja carretera de San Miguel con pavimento de tierra y guijarros para practicar la escalada. Recuerdo a un jovencísimo y prometedor Bernardo Ruiz, con su rudimentaria bicicleta, entrenando, desde la plaza Caturla hasta la llegada al Seminario. Aquellos entrenamientos fueron fundamentales para su éxito como ciclista de fama internacional.

Los que practicaban el boxeo —deporte muy en boga en aquella época—, subían a la sierra haciendo «footing», un púgil oriolano de entonces llamado Juan José Saavedra, triunfó en Madrid llegando a ser campeón, de la denominada entonces Castilla la Nueva.

Los jugadores de fútbol igualmente utilizaban la sierra para sus entrenamientos, jugaban intensos partidos en la explanada del Seminario. Algunos llegaron a ser figuras del balompié, como ejemplo nombraré dos, aunque hay muchos más: Bienvenido López Riquelme, («Riquelme»), militó en el Sevilla durante cinco temporadas y después formó parte de varios equipos nacionales.

Ramón Navarro López, («Ramón»), destacado jugador del Hércules, una enfermedad cardíaca frustró su fichaje por el Atlético de Madrid.

Pero el arte también visitaba nuestra Peña, no pocos aficionados a la fotografía utilizaban las magníficas vistas que se divisaban de la ciudad y su Vega para sacar sus artísticas instantáneas. O los aficionados a la tauromaquia que practicaban su toreo de salón en los lugares más recónditos de la sierra. Los pintores igualmente buscaban en lo alto de las rocas ese rincón o panorámica para plasmarla en sus lienzos. Y no pasemos por alto a los poetas y escritores que en lo alto de algún peñasco buscaban su inspiración. Debo citar como paradigma de este caso a nuestro universal Miguel Hernández.

Sería imposible enumerar todas las actividades que se llevaban a cabo en el Monte de San Miguel: se volaban las «milochas», se disparaban los «morteretes» en honor de la Virgen de Monserrate, así como fuegos artificiales por las fiestas. Se hacía el Vía Crucis, los niños jugaban en las «rejullaeras» (…) El tiempo ha transcurrido inexorablemente, la sierra ha quedado relegada a ser un testigo mudo del acontecer del pueblo, salvo alguna pequeña actividad, sólo sirve ya de albergue de ese vetusto edificio donde se forman algunos muchachos que sueñan con ser algún día sacerdotes.

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