Opinión
La responsabilidad de gobernar

El presidente Mazón durante su visita al centro del 112. / Rober Solsona / Europa Press
Hay momentos en la historia de un país que obligan a cambiar de dirección. Este es uno de ellos. Es el momento de abandonar la complacencia y las inercias. De abordar las muchas reformas pendientes. Porque tras la gran catástrofe de Valencia, todo ha quedado viejo en apenas unos días. Tal vez los actuales responsables políticos no sean los llamados a hacerlo, pero hay cosas que no admiten demora. Hay demasiada incertidumbre, desesperación e indignación. Demasiado malestar en lo más profundo de nuestra fracturada sociedad. Y una mayoría ciudadana quiere un Estado que funcione, unas administraciones coordinadas, una forma de hacer política que se ocupe de sus problemas y unos servicios públicos eficientes y de calidad.
Se equivocan quienes insisten en la polarización como táctica de supervivencia o como forma de aferrarse o de conseguir llegar a los gobiernos. Se administra y se gestiona, gracias a la existencia de servidores públicos que lo hacen posible, pero eso no es gobernar. Esa posibilidad está hoy bloqueada en España. Y ese es un lujo que no nos podemos permitir. Esa forma de hacer política, mala política, es la mejor fábrica de abstencionistas y de expresiones antisistema que pueda imaginarse. Miren a su alrededor, revisen el comportamiento electoral de las recientes elecciones europeas o regionales alemanas y lo verán. En especial, cómo se expresan en las urnas amplias capas de trabajadores con bajos ingresos y de jóvenes de menos de treinta años.
Estos días hay que hacer muchos esfuerzos para guardar la debida compostura. Para ser respetuoso incluso con aquellos gobernantes que nos han perdido el respeto, que se comportan con esa arrogante ignorancia que produce vergüenza ajena. Pero pasan los días y cuando compruebas que no han entendido nada, que no son capaces ni de expresar sentimientos ante un trauma colectivo, evidenciado un nivel de incompetencia e inanidad insuperables, te acabas preguntando para qué querían formar parte de un gobierno, qué les motiva a la hora de asumir responsabilidades para las que no están capacitados. Y, sobre todo, qué hacen todavía ahí. Por qué no se hacen a un lado y regresan allí de donde vinieron y a los oficios que tuvieren, si fuera el caso.
Arrastrarán una pesada mochila con la que tendrán que cargar de por vida. Pero no encontrarán consuelo, salvo los desalmados. Algún día reconocerán, al menos en su fuero interno lo saben, que cometieron errores graves, algunos irreparables. Si hubieran procedido del mismo modo que lo hizo el gobierno de Andalucía unos días después ante una situación parecida, las cosas habrían sido muy distintas. La diferencia estuvo en que, en el caso andaluz, su presidente, como máximo responsable ordinario del Estado en esa comunidad, estuvo donde debía estar y el consejero de presidencia e interior es una persona con amplia experiencia en la materia; al igual que el acreditado profesional que está al frente de emergencias y protección civil. Con la misma Agencia Estatal de Meteorología, con similar Confederación Hidrográfica, con idénticos protocolos de emergencias y con el mismo gobierno central, los efectos han sido otros, gracias a las decisiones de sus responsables políticos y técnicos. El Estado no es el problema, en Andalucía estuvo donde debía estar.
Porque en un Estado compuesto como el nuestro, como tantas veces se ha reiterado, la representación ordinaria del mismo la ostenta el presidente o presidenta de cada Comunidad Autónoma. Todo lo demás es ruido político y vanos intentos de eludir responsabilidades. Más aún, si el 28 de octubre de 2024 el gobierno regional valenciano hubiera procedido de igual forma que lo hizo con motivo de la segunda DANA del 14 de noviembre, las cosas también habrían sido distintas. Con el mismo sistema y los mismos protocolos. No falló el sistema, en el caso de Valencia fallaron las personas.
Decía hace unos días el historiador británico de origen israelí, Ilán Pappé, que los políticos ven a los electores como la base que debería reelegirlos, no como gente que tiene problemas que hay que atender. Comparto esa percepción desde hace tiempo y creo que es la causa que explica la nueva cartografía del malestar en Europa y el ascenso de nuevas formaciones radicales que ocupan el vacío que dejan otros. La responsabilidad de un gobernante es la de situar todas las capacidades a su alcance alrededor de los problemas de la ciudadanía.
Gobernar es ciertamente complejo, y en el caso español, dada nuestra organización territorial, con mayor razón. Requiere disponer de una cultura política que no tenemos, de unos mecanismos institucionales que ignoramos y de unas rutinas impropias de una organización territorial muy descentralizada. Tenemos un grave problema de gobernanza que no se resuelve en absoluto discutiendo sobre competencias. Porque los actores políticos saben, o debieran saber, que para una gran mayoría de políticas fundamentales no hay competencias «exclusivas». No puede haberlas, entre otros muchos ámbitos, para la ordenación del territorio, la política de vivienda, la gestión del agua o de los espacios litorales, el trazado de infraestructuras, el gobierno de las áreas metropolitanas, los efectos del cambio climático… o la gestión de emergencias, como se ha comprobado recientemente.
El Estado Autonómico tampoco es el problema. Cada vez que la organización territorial del Estado se tensiona, emergen los discursos recentralizadores, achacando de forma interesada a las comunidades autónomas gran parte de las disfunciones del modelo. El modelo exige nuevos acuerdos de Estado, pero eso no implica que volver atrás, como algunos añoran, sea la solución. El Estado Autonómico fue, y sigue siendo en gran medida, la mejor solución de entre las posibles para reconocer la diversidad profunda y las aspiraciones de la mayoría. Fruto de pactos políticos que, pese a las muchas tensiones y desencuentros, nos ha permitido seguir caminando juntos, siendo diferentes. El Estado Autonómico no es el problema, sino la forma de entender la política en un estado complejo cuya gobernabilidad descansa sobre los principios de coordinación y cooperación.
Solo un pacto político haría posible una nueva generación de acuerdos de gran calado, para hacer frente a las profundas reformas que la nueva realidad urge y para las que ni siquiera es necesaria la reforma de la Constitución. Solo la voluntad de los actores políticos puede hacer funcionar realmente las Conferencias de Presidentes y las conferencias sectoriales, garantizar la financiación del Estado de Bienestar, abordar una reforma inaplazable de una administración local que estos días se ha visto en Valencia desamparada y sin recursos, acometer una reforma de la Administración General del Estado que hace más de una década quedó en vía muerta, pensar juntos la elaboración de grandes planes estatales, acometer los retos de la transición energética y la revisión de un modelo de crecimiento que es más vulnerable y menos sostenible de lo que se nos publicita. En definitiva, pensar como Estado puesto que todos lo son. Haciendo de la política la solución y no el problema. Y no digan que no es posible. El president Illa o el presidente Moreno Bonilla demuestran lo contrario.
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