Opinión | Tribuna

Maquinistas del fango

Fake news.

Fake news. / INFORMACIÓN

 Hay quienes sostienen que la desinformación no es una novedad. De ello infieren que tomar medidas contra un fenómeno bien conocido responde a un cálculo político de cierto sesgo y a una coyuntura, y entonces se acuerdan de la libertad de expresión. Ciertamente, noticias falsas han existido desde que hay información: nacieron como mellizas. Desde que alguien investido de cierta credibilidad me trae el relato de algo que ha pasado muy lejos de mí, que yo no he podido ver con mis ojos y oír con mis oídos, ha habido la tentación de falsificar ese relato y presentar hechos que no han sucedido como si lo hubieran hecho. Incluso ha habido géneros y productos periodísticos en los que dábamos por descontado el escaso rigor, incluso la deshonestidad, como el amarillismo y los tabloides. Allí abundaban ya los contenidos y enfoques que excitaban pasiones (la indignación, la ira, la sorpresa, el temor), que se burlaban del oponente, lo humillaban, a menudo destapando asuntos de su vida privada para desacreditarlo, como lo hacen ahora las fake news que circulan por redes sociales. A eso Umberto Eco lo llamó, cuando Berlusconi reinaba en Italia desde los medios y desde el Quirinale a principios de los 2000, la máquina del fango.

Entonces, si noticias falsas las ha habido siempre (desde Pedro y el lobo, y no es un chiste fácil), ¿qué es lo característico de la desinformación a día de hoy? Sin duda vivimos un momento de gran saturación informativa, de muchas voces que reclaman atención. Tan es así que una gran parte de la ciudadanía reconoce evitar conscientemente las noticias, pero a la vez declara sentirse suficientemente informada por lo que recibe a través de redes sociales. Redes que no visita principalmente para informarse y noticias en las que no cree demasiado, dicho sea de paso (valgan todas esas paradojas). En cualquier caso esas noticias le encuentran sin buscarlas él activamente, y las comparte con cierta fruición: en España, con datos de 2023, un 40% de los usuarios de redes no creen en las noticias que reciben de ellas (solo un 33% sí), y otro 41% declara compartir noticias en redes sociales (Digital News Report de Reuters). Si cruzáramos los datos y resultara que unos y otros son las mismas personas, sería demoledor: es como si yo invitara a cenar a amigos a mi casa y pensara “me temo que esta ensaladilla rusa tiene salmonela, pero se la voy a ofrecer igual, porque está muy rica”. Por un puñado de likes parece que se llama la película, y no es tan de ficción como parece.

De hecho, algunos estudios académicos concluyen que compartir noticias falsas no se hace por ignorancia ni por pereza o indiferencia: se comparten a cosa hecha, sospechando o a sabiendas de la falsedad que se comparte. En un contexto político muy polarizado, el partidismo pesa más que el honor a la verdad. El compartidor de una noticia falsa no es un trol o una mala persona, es un tipo normal, que suspende o arrincona su juicio sobre la verdad o la falsedad si aquella es útil para apuntalar su posición, si le hace popular, si le muestra como al día, como en la onda, si abre los ojos de sus contactos sobre una escandalosa o indignante realidad, que le ha llegado por fuentes fiables, aunque no se haya encargado de contrastarlas, claro. Los investigadores también han demostrado que priman con mucho los sentimientos de odio out-party (es decir, compartir noticias falsas que perjudican o ridiculizan a tus rivales políticos) sobre el amor in-party (los que ensalzan con noticias falsas a los líderes por los que abogas).

Ya hemos hablado del compartir, ¿qué decir de los productores de noticias falsas? Recientemente un periodista amigo del misterio se inventó que había decenas de cadáveres flotantes o encerrados en sus coches en la turbia penumbra de un garaje inundado, y reclamó saber la verdad. A los falsarios a menudo se les llena la boca con la verdad oculta. Algunos, como Elon Musk, celebran que cada cual se haya convertido en potencial periodista que da testimonio de la actualidad o revela informaciones de máximo interés y alto secreto con un teléfono móvil en el bolsillo y una cuenta en redes sociales. Finalmente algunas celebridades, que la consiguieron en un campo, no se percatan de que no están cualificadas en todos ellos, lo cual tiene efectos desastrosos sobre la confianza en fuentes que sí están acreditadas. Un cantante famoso, que ya nos alertó de los microchips que nos eran implantados con la vacunas y que enviarían nuestros datos a través de la red 5G a los amos del mundo, ahora nos despierta de nuestro buenismo ecológico y nos revela que la DANA de Valencia ha sido producida por las manipulaciones de científicos del programa HAARP (que tiene que ver con las auroras boreales). Así que nada de cambio climático antropogénico, sino conspiración de ladrones de nubes y tormentas que hacen con ellas a su antojo y achacan a los combustibles fósiles lo que es un asesinato premeditado, como los complots terroríficos de SPECTRA en las novelas y películas del agente 007.

Quienes invocan la libertad de expresión para proteger su derecho a difundir estos disparates grotescos deberían recordar que ejercen de medios con influencia real sobre las opiniones, influencia por la que cobran en ocasiones cuantiosas sumas de anunciantes, y que los ciudadanos también tenemos derecho a recibir información veraz. Dichosa influencia la que no paga el coste reputacional de ser mala, a la que nadie obliga a rectificar cuando miente, y que se escuda en la viralidad y en la libertad de expresión para seguir desinformando.

¿Cómo reivindicar una ciudadanía entusiásticamente activa en redes (política, sociedad, ciencia, economía, sanidad, cultura…) pero impedir que resulte desinformada, y que contribuya a su vez a desinformar? ¿Cómo evitar que compartir, ese verbo que desprende tan buenas vibraciones, tan eufórico y fraternal, pueda convertirse en herramienta del error o de la mentira virales? ¿Cómo defender la democracia representativa, la del voto informado, cuando otra democracia instantánea, sin programas, sin censo ni responsabilidades, la de la aclamación (monetizada) que provocan un meme tendencioso, un vídeo manipulado, una fake news o una conspiranoia, socavan los cimientos de la primera?

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