Opinión | Un carrusel vacío
Patos quedan
Creo que, llegados a este punto, ningún lector se sorprenderá si admito que he aborrecido las Matemáticas desde siempre
Hoy he vuelto a tener una pesadilla recurrente: debía enfrentarme a un examen de Matemáticas y no había estudiado. Quedaban pocas horas para la prueba y, de hecho, ni siquiera recordaba el contenido del que iban a evaluarme. Era angustioso.
La última vez que tuve un examen de Matemáticas –en la realidad, no en un sueño– fue hace muchos años, cuando no había cumplido los dieciocho y nos esperaba la Prueba de Acceso a la Universidad en la Autónoma de Madrid. Fueron días terribles que viví con absoluta aprensión, al contrario que muchos de mis compañeros. Recuerdo que, antes del segundo examen, que era de Inglés, perdí mi documento de identidad y mi amigo Jorge tuvo que convencer a los examinadores de que me dejaran entrar. A mitad de la prueba, mi tutor apareció con el DNI: se me había olvidado en la cafetería. Al día siguiente, me caí por las escaleras. El examen de Matemáticas fue bastante bochornoso: me había apuntado algunas fórmulas en el antebrazo, cubriéndolo después con la manga –confieso que fue «Mulán», el personaje de Disney, el que me inspiró esa técnica–, pero nunca me atreví a mirarlo. Quizá porque jamás he sabido hacer chuletas ni lo he intentado. La cuestión es que suspendí con un cuatro y, después de pedir revisión, me subieron medio punto más.
Creo que, llegados a este punto, ningún lector se sorprenderá si admito que he aborrecido las Matemáticas desde siempre. En primero de Primaria, mi maestra Paula –una mujer muy bondadosa, que nunca se enfadaba– nos mandaba hacer en casa alguna hoja del famoso cuadernillo «Rubio». Eran sumas y restas y problemas muy sencillos con un hueco para que lo completaras con el resultado, y justo después del hueco ponía «patos quedan», por ejemplo, si el problema iba de patos. Recuerdo que a mí eso me parecía absurdo, porque nadie va por ahí diciendo «ocho patos quedan», a no ser que estés en el siglo diecisiete y te llames Luis de Góngora. Viva el hipérbaton barroco, sí; pero a mis ojos de cuatro o cinco años aquello era una aberración lingüística. La conclusión es que, por una extraña casualidad, siempre «se me olvidaba» hacer los deberes.
Pero los cuadernillos «Rubio» resultaban dulces e inocentes comparados con los «Bruño», a los que me enfrenté a partir de tercero de Primaria. Eran los favoritos de una maestra a la que recuerdo con pavor, porque estaba obsesionada con las Matemáticas –las llamaba «Matracatus»– y hasta quitaba horas de Conocimiento del Medio para llenar la pizarra de divisiones con una cantidad ingente de números en el divisor. Las divisiones se convirtieron en mi peor pesadilla. Alguna vez me llevé un castigo injustísimo, porque no había tenido tiempo de terminar las veinte divisiones que nos mandaba para casa. Eran castigos colectivos: toda la clase en la pared, menos los dos o tres apasionados de las Matemáticas.
Cuando llegué a Secundaria, tuve una profesora, Encarni, que me hizo replantearme mi odio por la asignatura. Sus explicaciones, muy amenas, contribuían a hacerlo todo más sencillo. Por primera vez, las Matemáticas no me parecían algo terrible e indescifrable. Eso me conduce a pensar que, tal vez, los profesores son mucho más importantes de lo que creemos a la hora de aprender una asignatura, aunque en nosotros exista una mayor o menor predisposición hacia ella. Pero, más allá de ese oasis que representó Encarni, el resto de mi vida académica seguí odiando las «Mates» desde lo más profundo de mi corazón.
«No sé si el faro incendia aún las horas / del triste odiar la Trigonometría» , escribió Rafael Alberti, pensando en su infancia y en lo poco que le gustaba también a él la asignatura. «Alicia, / ¿por qué me amas con ese aire tan triste de cocodrilo / y esa pena profunda de ecuación de segundo grado?», se preguntó en otro poema. Fue una razón más para sentirme identificada con la poesía albertiana. ¿Qué pena es más profunda que la de una ecuación de segundo grado? Que se lo digan a mi yo del pasado, desesperado por aprenderse aquella horrible fórmula. Quizá las matemáticas son demasiado abstractas para mi espíritu humanístico o, tal vez, simplemente, les cogí manía en algún punto de mi vida y ya no sé revertir esa circunstancia. El caso es que las detesto. Comprendo que, sin ellas, el mundo que conocemos no existiría, pero eso no me hace dejar de detestarlas. Para Ángel González, «las ecuaciones sonríen petulantes / afilando los ángulos de sus raíces cúbicas». Aún amenazadoras, a pesar de los años transcurridos. Por eso, sigo soñando con exámenes y recordando hipérbatos imposibles, aberraciones sintácticas que fueron nuestro día a día: «…patos quedan».
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