Opinión | El ruido y la furia
Canción del tiempo
Etta James está cantando «Stormy weather». Mis sólidas costumbres establecen el blues o el jazz para escribir la columna. Y justo cuando andaba dudando si escribir, un año más, una columna sobre el tiempo, de pronto el azar insiste y ya no queda más remedio que seguir sus designios. Pero yo no escribo sobre ese tiempo que canta Etta, el «weather» inglés que es el tiempo atmosférico nuestro, sino sobre el otro, el inasible, el que ha ocupado y ocupa una parte considerable de mi quehacer literario. Ese que es un relámpago bajo el mar, el que proyecta su sombra en los relojes parados y solo regresa en los espejos. El que intuyo mejor cuando miro al mar, porque es comprobable que entre el mar y el tiempo hay más de un lazo.
No sé por qué esta fijación mía con el tiempo. Acaso porque supe, desde muy pronto, que todas las horas lindan con la muerte y que no existe ni antes ni después, que todo es un ahora que se expande. Y que es un animal que cava una profundidad inacabable ante la que tenemos los talones en el vacío y los ojos cerrados. Y que la vida es para nosotros una inexpugnable incoherencia porque no entenderemos jamás el sistema de orden que usa el tiempo, cuya mayor cualidad es la paciencia. Y que en su interior palpita el silencio. Y que siembra el olvido.
Así, he ido averiguando, o intuyendo, que el tiempo siempre está cerca de ser un verso, como la lluvia de ser un canto. Que es vertical e invulnerable, que no comprende la palabra nunca y que se autorretrata, infinitesimal, en los relojes de arena. Que su estrategia es llevárselo todo y dejar a su paso, solamente, un silencio oscuro. Que su sombra es un lugar anochecido. Que lo cambia todo excepto el pasado (que solo lo cambia el perdón), y que quien dice «el tiempo todo lo cura» habla, en realidad, de la muerte. Que nadie debe esperar del tiempo más justicia que del verdugo y que matar el tiempo aviva el vacío. También he sospechado que quien inventó el tiempo tenía mentalidad de esclavo y que solo quien pudiera pararlo debería decir «jamás». Que no hay mayor prodigalidad que dar tiempo al tiempo porque el tiempo es el precio de la vida. Que somos una especie absurda que se aferra al tiempo como si existiera y que si «nunca» fuese de verdad al tiempo lo que «nada» es al espacio, se podría olvidar igual que se cierran los ojos. Que no es habitable el tiempo que no tiene interrupción y que es siempre un campo de batalla. Que tiempo y memoria caminan en direcciones opuestas hacia el mismo vacío y que, al final solo él sobrevive.
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