Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
Hambre de dignidad
Porque es absolutamente imposible calzar sus zapatos y saber cuánto dolor acumulaban antes incluso de lograr escapar de un país en llamas
A ratos estoy cansada, de la vida, de las vidas, así, en plural. De este mundo hecho jirones. De esta sensación casi constante de que caminamos un paso hacia delante y otro para atrás. No debería quejarme, lo sé, pero me quejo, ¡joder, que me quejo! Y sin embargo, se lo juro, tengo esperanza, la certeza de que son muchas más las personas buenas ¡muchísimas más! Solo que los belcebúes son de hacer ruido y las buenas personas van de puntillas, por no molestar.
Los campos de refugiados están escondidos, deliberadamente lejos. Lo mismo que se alejan los cementerios de la vista de los vivos, que los inmigrantes no disturben el escenario de lo cotidiano. En el sistema de castas de la India, en sánscrito varna —literalmente «color de la piel» ¡ya es casualidad!— considera que todos los humanos provienen de diferentes partes del cuerpo del dios Brahmá. Este origen se hereda de generación en generación y condiciona, dependiendo de la parte del cuerpo de Brahmá tocada en suerte, la casta, el estatus social al que perteneces, con quién te puedes casar y el tipo de trabajo que realizarás toda tu vida. Los brahmanes serán profesores y sacerdotes por el privilegio de provenir de la boca de Brahmá; los políticos y soldados —chatrías— provienen de sus hombros. Los vaishias serán comerciantes y artesanos por nacer de las caderas del dios y pareciera que la peor suerte le cayera a los shudrás, condenados a ser por siempre esclavos, siervos, obreros y campesinos. Pero no. Este injusto y despiado sistema de castas deja fuera la figura del dalit o descastado, también conocido como «intocables» porque, literalmente, se consideraba que el simple contacto físico con uno de ellos contaminaba. Así, eran expulsados a lugares apartados donde las castas superiores estuvieran a salvo del riesgo de cruzarse por azar, incluso, con una de sus sombras.
Y quisiera decir que cualquier sistema que castiga a los más desesperados culpándoles del azar del lugar donde nacieron ya no existe pero la desesperación tiene la sombra alargada y se sigue enviando lejos. Aquí, en Atenas, a una hora de carretera. Al llegar nos aguardan ya en fila, en un lado las sombras de los hombres; en el otro las de las mujeres. Algunas embarazadas, otras con carritos portando las sombras de uno, dos, tres niños. Uno aprende rápidamente a leer el hambre en los ojos. Se hunden para adentro. Al abrir la furgoneta empieza un pequeño caos. Sacamos las bolsas de comida y los ojos hambrientos se van hacia ellas y lo entiendo. Y siempre hay alguno que se intenta colar y también lo entiendo. Pero de todos modos, incluso con el insurgente, empiezo con un «good morning». Y le sonrío, y aunque no es requisito en absoluto para zanjar la transacción, busco en la línea del largo listado su nombre y lo pronuncio, con premeditación y alevosía porque les juro que entonces, por un momento, también sonríen. Les pregunto, por ejemplo, si se pronuncia «Yósef» o «Yoséf» y la sonrisa se alarga cuando coincide en la boca con su nombre. Así que lo repito despacio, una vez más, al entregarles una bolsa con comida y me despido siempre, siempre, deseándoles un buen día.
Les cuento el porqué. La primera madrugada que entré a la iglesia de San Antón en la calle Hortaleza de Madrid, gestionada por el padre Ángel y su fundación Mensajeros de la paz —he entrado muchas más—, mientras los bancos traseros con colchonetas encima se convertían en camas para los sintecho, los delanteros ya estaban preparados para servir a la mañana siguiente desayunos. «¡Hasta con manteles!», exclamé admirada, y me contestó el voluntario que vigilaba el sueño: «Por supuesto, porque tan importante como el hambre de comida es el hambre de dignidad». Aquella «hambre de dignidad» se me quedó clavada y desde entonces la llevo conmigo.
Es tan fácil de leer como el hambre de comida en los ojos hundidos. Es más, cada vez que los poderosos van concentrando en campos de refugiados —a menudo llamados aquí «cárceles de refugiados»— lejos, más lejos: en los polígonos, en las afueras, en islas desiertas... hay un gran luminoso que señala: «Aquí se construye hambre de dignidad».
Porque es absolutamente imposible calzar sus zapatos y saber cuánto dolor acumulaban antes incluso de lograr escapar de un país en llamas, conocer el miedo de subirse a una patera o atravesar un desierto. Qué se siente al haber nacido del color equivocado. Pero sí sabemos, todos, que llevan mucho tiempo guardando cola. La de la comida, la del abrigo. La de usar un baño compartido con cien personas. La más indigna de las colas, para que tu nombre desaparezca bajo un número de expediente, allá a lo lejos, donde nadie tenga que ver ni tu sombra y creo, ¡qué va! Estoy segura, que escuchar un buenos días y escuchar tu nombre son pequeños alfileres de dignidad que te sujetan a lo que un día fuiste, antes de ser solo un número en una cola, pero también, son los que sostienen todavía en pie este mundo hecho jirones.
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