Opinión
No te signifiques, hija
No nos queremos enterar y así nos va, que andamos por el mundo como vacas sin cencerro. No sabemos cuál es nuestro sitio, nos significamos, que diría mi padre, paladín del «no te signifiques, hija mía» que consiguió justo el efecto contrario. Él nos lo decía por igual a los cinco hermanos, sin distinción de sexo, sabedor de que para sufrir lo mejor es decir lo que piensas. Es mucho más cómoda la dorada medianía, no tomar partido, no elegir. No significarse, esa palabra odiosa. Sobresalir, descollar, distinguirse, señalarse. Ser una misma. O sea, no quererse enterar de qué va esto, cómo han funcionado siempre las cosas. Por empezar por algo actual, la papada, la tripa y las lorzas solo se permiten y hasta hacen gracia en los hombres. Alguna humorista tiene un pase, pero de ahí a admitir que una mujer con sobrepeso presente las campanadas, apaga y vámonos. Lo mismo sucede con las canas. Son signo de distinción para los hombres, y el baldón de la vejez para las mujeres. Solo hace falta repasar las carteleras. Ellos pueden ser galanes, y nosotras, a su misma edad, hacemos o de sus madres o de sus abuelas. Y exactamente igual en los telediarios o incluso en la información del tiempo. Los meteorólogos nos cuentan las marejadas en traje chaqueta y corbata, y ellas, tan meteorólogas como sus compañeros, se suben a unos tacones inverosímiles, a lo mejor para contemplar más cerca las isobaras. Y es que no nos queremos enterar, ni saber cuál es nuestro sitio.
Por eso lo de las campanadas no tiene que ver con la gordofobia, sino con el machismo puro y duro, el mismo que no se ha conseguido erradicar mientras se perdía el tiempo en el borrado de las mujeres para convertirlas en seres gestantes o menstruantes. El machismo que late en todos nosotros, la semilla que siembran en nuestra cabeza desde pequeñitas para que sepamos cuál es nuestro lugar en el mundo. Podemos ser astronautas, humoristas, ingenieras y hasta presentar las campanadas, sí, pero siempre impecables. De arriba abajo. En un ritual que nos ocupa tiempo y nos machaca si no lucimos perfectas todos los días, a todas horas, desde las canas teñidas a las uñas de gel, el peso ideal y los retoques. No quererse enterar de cómo funciona el mundo es condenarse a sentirse extraña en él, a vivir ajena, a significarse, pero no en la acepción de destacar, sino en la de llenarse de significado, de cobrar sentido, no ante los ojos de los demás, sino ante nuestra propia forma de interpretar el mundo, como mujeres, capaces de cualquier cosa por encima de nuestro aspecto físico.
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