Opinión | Tribuna

Vivir y morir

El libro de Francesc Torralba es una apología de vivir el presente, de ignorar las chorradas que nos roban tiempo y energía, y de no guardarnos nada: ni planes, ni abrazos, ni gestos de cariño

Vivir y morir.

Vivir y morir.

«Yo no voy a leer eso. Y menos en estas fechas». Mi amigo no me dejó ninguna opción. Es un poeta al que escucho siempre con devoción, pero tiene una pega: también es hipocondríaco y supersticioso hasta decir basta.

Hay que quererle como es, ya lo sé, pero me frustró no poderle convencer de que lea «No hay palabras», el monumento a la vida que ha escrito el filósofo y teólogo Francesc Torralba tras la muerte de su hijo, Oriol, en un accidente de montaña. Si nos pusiéramos a hacer una lista de las desgracias que nunca querríamos sufrir, no hay duda de que la pérdida de un hijo estaría muy arriba en el ranking.

Yo no soy capaz ni de imaginarlo, tal vez porque a mis padres les cayó encima esa misma bomba con la desaparición de mi hermana María Eugenia. Tenía solo ocho años. Una noche nos acostamos juntos, pero al día siguiente ya no se levantó. La puñetera meningitis se la llevó en apenas unas horas. El nombre de esa enfermedad fue tabú -aún lo es- en nuestra familia, yo estuve un montón de años sin asistir a funerales y mis padres cambiaban la cara cada Navidad, cuando recordaban la fecha de nacimiento de su hija muerta.

Nunca olvidaré la imagen de mi madre, que ya estaba embarazada por aquel entonces, llorando por quien no estaba cuando se hallaba a punto de alumbrar una nueva vida. Quiero decir que el palo de perder a un hijo tiene que resultar algo inenarrable.

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