Opinión | Tribuna
El futuro es un invento de Elon Musk
Unos niños caprichosos que leían ciencia ficción son ahora los dueños del mundo. Hacen pasar por filantropía, o por fantasía infantil, su codicia sideral
Dijo J. G. Ballard hace ya casi medio siglo que «el futuro no tiene futuro», pero es inevitable pensar en el porvenir cuando, como ahora, empieza un año.
El futuro, en realidad, sí existe, pero como los pisos en el centro de Barcelona, las entradas para el Camp Nou o las garrafas de aceite de oliva cada vez parece más claro que solo se lo podrán permitir unos cuantos.
La razón principal es que la idea de futuro tal y como la conocíamos, la de los garbeos orbitales y las colonias intergalácticas, está en manos privadas. Y que esas manos son las de una serie de multimillonarios tecnológicos varados en la fase anal. Un ejemplo: Jeff Bezos en 2019 dentro de un cohete de forma fálica tocado con un sombrero de cowboy y abriendo una botella de Moët (la eyaculación de espuma) cuando aterrizó.
Lo cuenta muy bien Michel Nieva en su ensayo Ciencia ficción capitalista, que ha editado Anagrama. Lo curioso es que todos los lumbreras que están compitiendo en la llamada «Carrera espacial de los multimillonarios» eran unos fanáticos de la ciencia ficción.
Un par de ejemplos. En octubre de 2021, Zuckerberg renombró su imperio como Meta, nombre inspirado en la novela Snow Crash, de Neal Stephenson, donde Estados Unidos sufre un colapso económico que provoca la privatización de todo, dejando Los Ángeles gestionado por megacorporaciones (en esa ficción, de 1992, se adelantan las criptomonedas, Google Earth, las apps de envío a domicilio o la Wikipedia). En 2020, SpaceX, de Elon Musk, la primera organización privada en enviar vuelos tripulados al espacio, mostró sus trajes de astronauta: ceñidísimos, como de superhéroe, creados por el diseñador de los cascos de Daft Punk e inspirados en la película 2001. De hecho, cuando Musk lanzó en 2018 el cohete Falcon, incluyó dentro una copia en 5D de Falcon, la novela de Asimov, y ya ha dicho que el primer cohete que mande a Marte tendrá el nombre del de la novela de Douglas Adams (según él, en 2050 ya habrá creado una ciudad de un millón de millonarios en el planeta rojo).
Lo curioso es que si el futuro alguna vez ha sido democrático ha sido en los libros. Vuelvo a abrir ahora, por ejemplo, mi edición ilustrada de Ediciones Gaviota (colección Clásicos Jóvenes) de 20.000 leguas de viaje submarino, que abrí por primera vez a los siete años. Su autor, Julio Verne, dijo en 1903: «Escribe en papel lo que luego otros esculpirán en acero». Es decir, los inventos de sus novelas se materializaban tiempo después. El ejemplo más claro es el submarino de esta novela, una de mis favoritas. Hasta entonces carecían de propulsión mecánica, pero el Nautilus usaba baterías de mercurio y sodio que los motores extraían del agua del mar (y además tenía un salón de fiestas estilo rococó y una biblioteca de 12.000 libros). 85 años después, dos científicos fanáticos de Verne llevaron el invento a la realidad (sin fiesta ni biblioteca).
Los ejemplos son muchos y variados. La cuestión es que esos niños caprichosos que leían ciencia ficción son ahora los dueños del mundo. Hacen pasar por filantropía, o por fantasía infantil, su codicia sideral. Contaminan como nadie el planeta, lo vuelven inhabitable con sus empresas, pero al mismo tiempo se ofrecen como héroes para colonizar otros. Destrozan la Tierra (con la extracción de litio, cobalto y coltán, por ejemplo) y son los únicos en ofrecernos huir de ella. Pasan de la literatura especulativa a la especulación financiera, vendiendo cosas que aún no existen, de hostelería lunar a exominería de asteroides o remolques de satélites.
Si el futuro es ese chiquipark neoliberal, esa urbanización privada de lujo, prefiero que, como dijo el otro, «el futuro no tenga futuro».
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