Opinión | Punto y aparte
Una «senyera» valenciana en un autobús de Madrid
El conductor de uno de los vehículos lanzadera que unen València con Torrent por falta de metro convierte el trayecto en un ritual de empatía
Es domingo por la tarde, el último domingo del año 2024. En la parada situada entre la estación Joaquín Sorolla y plaza de España de València un grupo variopinto de personas espera en riguroso silencio, solo interrumpido por el eterno ruido de los coches. Si no hubiera pasado lo que ha pasado, tanta incomunicación en fechas navideñas extrañaría a cualquier transeúnte, pero ahora ya todo el mundo puede deducir que es la resignación lo que motiva ese silencio. O la tristeza.
El autobús realiza, cada día, el trayecto entre Torrent y el «cap i casal». Es uno de los muchos que, enviados por la Comunidad de Madrid, Catalunya y Murcia, llevan supliendo desde hace dos meses el desaparecido servicio de metro de l’Horta Sud, ese imprescindible medio de transporte en las principales áreas urbanas del primer mundo civilizado pero que aquí, ya ven, no regresará hasta antes del verano
Pero bueno, la cuestión es que los autobuses salen cada cinco minutos, puntuales, y transitan por la carretera «de las rotondas» (la CV-400) que discurre de Albal hasta València. Lo hace entre descampados de coches apilados, vehículos militares y otras emergencias, campos plagados de plásticos y muchas, muchas paredes, barandillas, casetas de huerta y árboles tumbados. Son la reciente cicatriz, esa que todavía está enrojecida, de una herida que sangraba hace dos meses a borbotones sin torniquete posible.
La gente que está en la parada del autobús, como todas aquellas personas que viven en los municipios afectados, saben que la vuelta a casa supone olvidar otros escenarios luminosos, más limpios, intactos y alegres, y adentrarse de nuevo en «lo que pasó». Volver a casa tiene esas cosas: por un lado volver a estar en tu lugar seguro, tu refugio, tu espacio afectivo y de recuperación y, por el otro, saber que para llegar hay que atravesar la herida. Y que esta tardará en curar. Por eso la gente, que lo sabe, sube sin generar más ruido, después de cerciorarse de que, efectivamente, ése es el autobús que les llevará a casa. Porque antes iban en metro y se lo sabían; y ahora, claro, andan despistados y no quieren acabar en otros pueblos.
El conductor de este autobús en particular es un chico joven y se nota que empieza turno porque ha subido al vehículo unos metros antes de la parada con una mochila y una botella de agua. El agotamiento de la jornada y del tráfico todavía no ha hecho mella en él. Cuando todo el mundo ha subido, cierra las puertas pero antes realiza algo que las primeras filas ven, una especie de ritual que no se sabe bien a quien lo dirige, si a sus usuarios, a los transeúntes de la calle o a si mismo. Y es que, tras sacar un par de bolsas de caramelos de la mochila, el chófer -que es de Madrid y lleva un mes trabajando aquí, cuenta luego- despliega lentamente y con un respeto y una delicadeza asombrosa, una «senyera» valenciana a lo largo y ancho del parabrisas del autobús. Y no lo hace para que sus pasajeros sepan que están en València, que lo saben, sino como un gesto personal de apoyo, de empatía, con un pueblo y unas personas que, es consciente, están sufriendo mucho. Lo hace porque quiere, nadie le obliga. De hecho, pocos de sus compañeros hacen algo así, pero él lo hace, y en las primeras filas los usuarios se miran entre sí con una media sonrisa.
Cuando se ha cerciorado de que la «senyera» no tiene arrugas y está perfectamente extendida y visible, el conductor empieza su trayecto, 25 minutos con tráfico moderado que le llevará hasta la zona más nueva de Torrent. Al abrir las puertas, la gente va bajando y le agradecen la conducción suave, la lentitud a la hora de coger las curvas, la amabilidad cuando le han preguntado mil y una veces si el autobús iba a Torrent y también el hecho de estar aquí. «Gracias por haber venido» le dice una señora mayor. «¡El tiempo que haga falta!», le responde él.
Una chica de mediana edad, cargada con una maleta, roza ligeramente la «senyera» con su mano al bajar y le dice: «Gracias por este gesto. Es importante para nosotros porque lo estamos pasando muy mal». Como personas, como sociedad y como pueblo, hubiera querido añadir. Pero esto último se lo calla. Él asiente y contesta con tristeza: «Faltaría más...». Pero esto ella ya no lo oye. Se ha ido porque sube gente.
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