Opinión | Tribuna

Mazón: la única verdad posible

El presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, en una imagen de archivo.

El presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, en una imagen de archivo. / EUROPA PRESS

Una aportación significativa en la construcción de la modernidad se le ocurrió, en la Edad Media –el tiempo histórico viaja con lentitud-, a un tal Guillermo de Ockam que, al parecer, a fuer de fraile, era navajero –no sería el único caso-. Digo esto porque, mayormente, ha pasado a los manuales por una cosa llamada «la navaja de Ockam» que no era de hierro o aleación sino un artefacto filosófico que significa, a las bravas, que en el caso de que haya que elegir entre varias opciones, lo más seguro es elegir la más sencilla. La seguridad prometida es relativa: la navaja no es un bisturí láser. Pero es una guía más convincente que lo contrario, o que la permanente indeterminación. Bien mirado, además de servir como instrumento en gabinetes teológicos o filosóficos, el asunto es esencial para que, con el paso de los siglos, acabara apareciendo una forma de racionalidad que, mal que bien, menos para algunos influencer, es la nuestra. Una forma de racionalidad que lleva implícita la idea de la transparencia. Una idea abstracta, pero capaz de arraigar en las democracias: para elegir hay que conocer y es mejor elegir aquello que comprendemos mejor o, al menos, aquello que no se nos oculta.

Un punto intermedio insoslayable en esa evolución nos lo dio Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes, el peor violinista del que hay memoria y el consumidor de cocaína más afamado. Y detective buscador de luces. Fue quien dijo aquello de: «Cuando hayas descartado lo imposible, lo que quede, aunque sea improbable, debe ser la verdad». Que, al fin y al cabo, es su frase más memorable. Mucho más que aquella otra: «Elemental, querido Watson», que no está en ninguna de sus obras. Una pena, porque es resultona. Sin embargo sí que dijo: «Un tonto encuentra siempre otro tonto que lo admira». Lo que, para el caso que nos ocupa, también nos sirve.

Bien, en ese juego de lo posible y lo improbable ya aparece un atisbo de verdad objetiva. O sea, es lo mismo que lo de Ockam pero con unos siglos de experiencia y adaptada a los tiempos del imperialismo en el que las cosas no estaban para que los barcos se desviaran cientos de millas ni que las riberas del Támesis se desmadraran, que mira tú al animal de Jack. La política liberal pide más certidumbre. Y los más avezados negociantes y parlamentarios sabían que eso requeriría de mayores dosis de transparencia. Es algo relacionado con el nacimiento de la opinión pública de masas. Al fin y al cabo, cuando Conan Doyle, al que interesaba más el espiritismo, decidió matar a Holmes, en memorable lucha con el archimalo Moriarty en la neutral Suiza, debió resucitarlo con una extraña patraña argumental por la presión de sus lectores, ávidos de delegar en Holmes el desvelamiento de misterios irresolubles en la vida ordinaria. Para que digan ahora del poder de las redes.

Y desde entonces no hemos parado. El juego imagen/argumentos/hechos/verdad/conocimiento no ha dejado de bailar sobre el filo de una navaja que, a veces tiene un afilado demoníaco y a veces es sofisticada como una navaja suiza. Pero ay de quien olvide absolutamente los requerimientos del invento. Otra cosa es que uno sea un fascista, un fundamentalista religioso u otras piezas zoológicas. Y de esto no se salva nadie. Un anuncio muy comentado contra el candidato Nixon consistió en una foto suya con el texto. «¿Le compraría un coche de segunda mano a este hombre?». Nixon protagonizó el primer debate televisivo de unas presidenciales: con una incipiente barba irrefrenable, agresivo y sudoroso, se enfrentó al seductor John Kennedy, que le barrió. Por si quedaban dudas, la madre de Kennedy fue preguntada por su opinión y católica circunspecta y compasiva, se limitó a opinar: «He sentido mucha pena por la madre del señor Nixon». Y ahora nos metemos con cualquiera por algunos chascarrillos que se desmadran. Pero los que les escucharon por la radio consideraron que estuvieron muy igualados: la verdad no obedece a la misma lógica para la vista y para el oído. Y aunque, a estas alturas, Nixon nos dé lástima, todo lo que se dijo de él era cierto: él era la mentira, la trampa, el ocultamiento. Que un Presidente ordenara asaltar oficinas del adversario era improbable, pero fue cierto. Y lo de Trump es irrealismo mágico: Moriarty en la Casa Blanca.

En fin, que la verdad ya no es lo que era. ¿Pero por qué debería serlo? ¿Por qué en un mundo donde la transformación disruptiva es el mayor de los logros, lo que merece los más augustos halagos, deberían permanecer como verdaderos los fundamentos mismos de lo cierto? Vamos negociando con pedazos de la realidad, abriéndonos paso a machetazos –las navajas se nos quedan pequeñas- entre tantos fragmentos de lo que antes fue sólido. Todo está muy confuso. Una niebla plagada de aullidos y mordiscos de inefables sabuesos.

Por ejemplo: estas navidades no he visto Sonrisas y lágrimas, una vieja costumbre que me ha permitido admirar esa maravilla varias decenas de veces y saber letras y gestos y prepararme para cuando llega el momento de llorar. He leído las memorias de Frau Trapp y no se las recomiendo a nadie. Pero esa es otra cuestión. Lo cierto es que en tal envoltorio musical hay escondido un cierto relato ideológico: la impotencia de la decadente pequeña nobleza nostálgica del imperio austro-húngaro, aliada con la Iglesia, ante el avance del nazismo plebeyo y vulgar. Ya sabemos quién venció. Y el caso es que cuando los aliados ganaron la Guerra, los Trapp no volvieron: prefirieron quedarse en EE UU cantando de aquí para allá, regentando prósperos negocios hoteleros –de montaña, claro- y forrándose tras el éxito de la película. Pues bien: ¿cómo podría yo celebrar esa liturgia de nostalgia legítima cuando la extrema derecha ha vuelto a ganar en Austria unas elecciones? ¡Qué pensará el capitán en su cielo de edelweiss y niños con alma de notas musicales!

Quédese con la metáfora. Porque, ¿qué nos queda pensar de las formas de hacer política tras el paso sutil, etéreo, del color del edelweiss, blanca flor de los Alpes, que protagonizó Mazón, la tarde más triste? Porque esa es la cuestión: en los sistemas cognitivos elaborados por la racionalidad occidental, tan retorcidos, tan extraños, hay ciertas reacciones intuitivas más allá de grandes análisis competenciales, de la habilidad de trilero en una tribuna o de la campechanía del que pasa como un paso de vals de una camiseta de su equipo de fútbol a un chaleco de superhéroe.

La cosa es sencilla: si partes el pan con una navaja se va a saber antes o después. Y explicas lo más sencillo, enseguida, exhaustivamente, o nadie te comprará un coche de segunda mano, porque aunque sea nuevo parecerá muy viejo: eres tú, no el motor. La cosa es fácil de entender: si todo lo que has tratado de explicar era imposible, lo que queda es un reino de improbabilidad en el que nadie se va a sentir nunca a gusto; aunque repartas ayudas por tu propia mano herida por usar mal los cuchillos. Te queda la esperanza de huir en la noche, tras permanecer aterido en las sombras de la vieja ciudad. Porque has destripado la confianza que otorga la transparencia. La Navidad, a falta de Sonrisas y lágrimas, me ha proporcionado otra revelación: si todo lo intentado ha sido imposible, está claro que, más allá de otras circunstancias, Mazón comió con su amigo invisible. Esa es la verdad. Su peculiar sentido de la lealtad le impide decir quién es ni qué regalos se cruzaron. Con eso todo cuadra. Lo que no sé es cómo lo va a gestionar el PP. Pero cosas más raras ha hecho el PP. Sin prisas, pero sin pausa. Sé fuerte, Carlos.

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