Opinión | Tribuna
Síndrome 1933
«Stürmer», 1933.
«La famosa frase de Goebbels de que una mentira repetida una y otra vez se convierte en verdad no lo explica todo. Lo que importa de una mentira no es su veracidad ni su verosimilitud, sino las emociones que despierta». Subrayo estas líneas del ensayo Síndrome 1933, un libro reciente cuya lectura me parece imprescindible en este momento de encrucijada para nuestras democracias. En sus páginas, el veterano corresponsal italiano Siegmund Ginzberg describe, a la manera de una inteligente autopsia, cómo se desmorona una democracia y cuáles fueron los síntomas de deterioro democrático que allanaron el terreno para que Hitler, un charlatán autoritario al que pocos se tomaban en serio, ganara las elecciones alemanas en 1933.
Hay un aspecto, de entre todos los que recupera Ginzberg sobre la muerte de la República de Weimar, que resulta especialmente inquietante a la luz del presente. Es el modus operandi de sus verdugos. Concretamente, el de la desinformación y las emociones que desata. Esto se resume bien con el caso del Stürmer, un periódico agresivo que empezó con cuatro hojas distribuidas por Núremberg y sus alrededores y que acabó alcanzando una tirada de cientos de miles de ejemplares leídos con avidez en toda Alemania y escritos por una redacción de más de trescientos «periodistas» dedicados a infundir odio. Pero no solo su odio, sino el odio, el rencor, el fanatismo, la ignorancia, el resentimiento y la frustración de miles de ciudadanos que enviaban sus cartas al tabloide dirigido por el nazi Julius Streicher. Él canalizaba todo ese magma de odio. Prendía el ventilador y magnificaba el odio. Aunque se basara en mentiras. Eso daba igual; lo importante eran las emociones que esas mentiras desataban.
Lo mismo sucede hoy, nos dice Siegmund Ginzberg, con el fenómeno contemporáneo de los insultos virales en las redes, las noticias falsas difundidas como revelaciones y ese odio aparentemente auténtico y espontáneo, subraya el autor, que en realidad se cultiva con premeditación. Antes se llamaba Stürmer; ahora sus canales son ilimitados.
Orwell, «1984».
Mientras la OCDE aprueba un documento por la integridad de la información para fortalecer la democracia (Hechos frente a falsedades), Le Monde entrevista a Staffan Ingemar Lindberg. El sociólogo sueco dirige, desde la Universidad de Gotemburgo, el Institut Varieties of Democracy, que analiza y mide los índices democráticos en todo el mundo. El titular de la entrevista sobrecoge: «La situación de la democracia es peor que la de los años 30».
El experto habla de Trump como dictador en potencia, de cómo a Erdogan le han bastado diez años para revertir la democracia turca, de cómo Orban ha sembrado en el interior de Europa una semilla autocrática de gran peligro. Y advierte de una cuestión cada día más evidente: que unas pocas empresas tecnológicas, cada vez más grandes, dominan el mercado de la comunicación –son los Stürmer del presente— y modifican los algoritmos para generar el mayor beneficio posible.
Es obvio que existe un incentivo estructural para cultivar y difundir más noticias falsas y teorías de la conspiración, en lugar de la verdad y el debate honesto y respetuoso. El drama, como subraya Lindberg, es que la democracia muere con la mentira. Porque el voto libre basado en la mentira es una forma de dictadura. Por eso es urgente actuar ante los mercenarios de la información.
Antiguamente, el imperialismo colonizaba países. Hoy, el imperialismo coloniza cerebros: es más efectivo, menos cruento, más sutil. Es el 1984 de Orwell con carcasas de colores y divertidos politonos. A través de ellos, en las palmas de nuestras manos, los mercenarios de la información intoxican y envenenan la vida pública. Les es muy rentable construir una realidad paralela que, aunque no exista o sea minoritaria, tiene efectos reales sobre la realidad y acaba modelándola con el cincel de la falsedad.
De entrada, empieza por opacar e invisibilizar cuestiones prioritarias para la sociedad. Un ejemplo: España ha cerrado 2024 con la cifra de paro más baja en 17 años. Es decir, después de la recuperación post-pandémica, tenemos el nivel de empleo más alto desde los tiempos de la burbuja inmobiliaria. Aquel era un crecimiento frágil, como el de un gigante con pies de barro como luego se comprobó. El crecimiento actual, en cambio, es mucho más robusto y está cimentado sobre dos grandes avances en materia de derechos laborales: un incremento del salario mínimo del 54 % desde el año 2018 (de 736 a 1.134 euros al mes), y una reducción del 25 % al 16 % de los contratos temporales, lo que garantiza una mayor estabilidad a los trabajadores y sus familias. Y sin embargo, todo ello, aun siendo fundamental para la cohesión social, es hoy silenciado por el ruido y la furia de los Stürmer y sus seguidores.
Otro ejemplo bien distinto de cómo opera la manipulación informativa: coinciden los periodistas Alfons Garcia, Salvador Enguix y Víctor Maceda en que lo que queda de la legislatura valenciana va a girar en torno a la dialéctica de búsqueda y ocultación de la verdad sobre lo sucedido en la dana y –seguro- habrá esfuerzos -notables y dopados- por modificar la percepción de lo sucedido para tratar de formatear a la opinión pública. Aparte de inmoral, es una estrategia nociva para la democracia arrojar tanta basura de desinformación con el propósito de la confusión. Coincido con que la verdad, a la larga, (casi) siempre emerge. No obstante, por el camino, el lodo de la mentira puede dejar atrofiado a nuestro autogobierno y la percepción de su utilidad.
Musk, 2025.
¿La política altera el lenguaje? ¿O es el lenguaje el que cambia la política? Es un buen dilema el que plantea Siegmund Ginzberg, que estudió Filosofía antes de empezar a ejercer el periodismo: un buen camino.
Como propósito para el nuevo año que ahora empieza, no estaría de más practicar la autocrítica –la duda: siempre la duda– y preguntarnos qué hacemos engordando el juguete social de Elon Musk, el hombre más rico en la historia de la humanidad. Él está jugando a las injerencias políticas y alentando a la extrema derecha. Y mientras tanto, instituciones públicas, gobernantes, periodistas, escritores, profesores y ciudadanos que aman la libertad y el respeto le hacemos el juego. Estar o no estar en X: sé que es un debate. Y es bueno dudar. Pero en esa reflexión, el asidero deberían ser los mejores valores europeístas, fundados en el humanismo, y la unidad de respuesta de una «Internacional demócrata» frente a la «Internacional reaccionaria» que solo persigue generar caos, aquí o en Groenlandia, y que bailemos a su son.
Es bueno dudar. También lo es recordar. Conocer a qué abocó el odio del Stürmer. Alemania se anegó de odio y fanatismo. Millones de inocentes fueron asesinados, aunque Jean-Marie Le Pen, fallecido esta semana, dijera que las cámaras de gas fueron solo «un detalle» de la guerra. Y al director del Stürmer, Julius Streicher, a quien entre 1933 y 1940 apodaban el «rey de Núremberg», lo condenaron y ejecutaron en los juicios de Núremberg. Los emperadores caen. La verdad, a la larga, emerge. Pero ¿qué ocurre en el mientras tanto? Esa es la cuestión.
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