Opinión | VUELVA USTED MAÑANA

La tierra es plana. Es mi opinión

La tierra es plana. Es mi opinión.

La tierra es plana. Es mi opinión. / Rafa Arjones

En este mundo en el que todos sabemos de todo y manifestamos nuestra opinión con extrema ligereza, destaca la sabiduría general en materia jurídica. Cada español es un juez versado en derecho, convencido de culpabilidades o inocencias dictaminadas con la mera lectura del periódico de su elección o con los prejuicios de la tendencia política a la cual cada uno se adscribe. Lo que a un juez cuesta años de estudio y oficio, análisis de profusos materiales probatorios y de la ley aplicable, a muchos españoles les parece tarea sencilla que puede ejercitarse desde la inútil visión personal y subjetiva.

A esto contribuyen las opiniones de una clase política echada al monte y consciente de su poder de influencia, que destaca por la facilidad con la que absuelve y condena y con la espontaneidad con la que valora la existencia o inexistencia de pruebas. Lo que es una materia de las más complejas en derecho procesal, que requiere de conocimientos especializados y de puesta al día permanente, los políticos lo resuelven en el acto. Claro, que todos sabemos que ser político es equivalente a estar dotado de ciencia, inteligencia superior y raciocinio innatos.

Conozco personas de alto nivel intelectual que han caído en esta trampa, que tiene mucho de manipulación de la inteligencia en tanto se reviste con los ropajes de la adhesión o el rechazo ideológico, siendo, no obstante, la ideología mera apariencia. Es la pasión, virtud que debe ser siempre desechada por un buen juez, lo que domina a ciudadanos que, sin ser conscientes de que pierden su identidad personal, se atan a sujetos muy por debajo de su nivel intelectual o moral.

El análisis de un caso jurídico, de un proceso, debe quedar siempre alejado de todo sentimiento que no sea el frío de los elementos de prueba y de la ley. Solo así se puede dictar una resolución justa y lícita. Y no es fácil, pues los jueces son personas. Pero ahí entra el oficio, cual sucede con muchos profesionales que en su trabajo deben actuar aplicando las normas del mismo por encima de sus inclinaciones. Un médico que opera a un violador de niños o un terrorista, por ejemplo. Y ese oficio, en el juzgar, antepone la ley a diferencia del de los políticos que, sin duda alguna, por no ser imparciales, se rigen por la regla que impera en política: el poder.

Calificar a un juez de prevaricador según su decisión agrade o no a un partido, es un exceso que, si lo cometen los políticos es grave, pero común en estos tiempos en los que todo es posible en ese ámbito. Hacerlo de todos, absolutamente todos, los que juzgan hoy al entorno del PSOE, es algo más que es un exceso. Una exhibición de ausencia de pudor.

Pero cuando esto lo hacen personas de nivel alto, de moral reconocida, de ética contrastada, el problema es mayor, pues estas últimas son los referentes en los que la sociedad se debe inspirar. Y su ejemplo debe ser característico de su condición, no supeditarse a aquello que les devalúa como modelo. De ahí que esta sociedad esté carente de bases ciertas.

Estas adhesiones y sentencias provenientes de personas de alto nivel intelectual no se suelen dar en el ámbito jurídico. Abogados, procuradores, profesores etc... todos ellos con conocimientos jurídicos, como regla, suelen mantenerse muy alejados de la tendencia a pronunciarse sobre procesos pendientes y menos hacerlo con escasos datos, pues son conocedores de que, para juzgar, es necesario tener constancia de todos los elementos que componen los autos de un procedimiento determinado. Casos hay de los que pueden ser considerados una suerte de «talibanes» de sus tendencias, en ambos lados del tablero, pero la norma general es la prudencia. La prudencia que siempre es consecuencia del conocimiento.

Porque debe distinguirse, cosa que no hacen quienes ignoran el marco de lo jurídico, entre los elementos necesarios para incoar un proceso e iniciar una investigación y los exigibles para condenar. En el primero basta con la constancia de indicios, esto es, datos objetivos de los que derive una imputación, sin que baste, obviamente, una mera sospecha carente de ese respaldo fáctico, nunca equivalente a una prueba suficiente para condenar. Investigar en estos casos es obligación; no hacerlo, prevaricación. Exactamente lo contrario a lo que reclaman los portentos jurídicos ignotos en la materia, pero pontificadores del franquismo redivivo que ellos practican con cierta displicencia. En el segundo, donde rige la presunción de inocencia, se exige prueba con todas las garantías y de cargo. La diferencia es notable. Exigir que esa prueba aparezca al inicio es no sólo contrario a la ley, sino un imposible que impediría la condena de los culpables en todo caso.

Dice la ministra Alegría que no hay prueba para condenar a los imputados próximos al gobierno. Yo no lo sé, ni siquiera me lo cuestiono en estos momentos. Ni podría contestar a ello. Ni, por supuesto debería. No tengo datos de los diversos procesos más allá de publicaciones extraídas de instrucciones que deberían ser secretas y son públicas contra la ley (como sucede siempre desgraciadamente) y noticias periodísticas que son absolutamente diferentes según el medio que las publica. Porque basta con acudir a los distintos medios para comprobar las diferencias notables entre ellos y no sólo en la opinión, sino incluso en la expresión de la noticia. Sería un error y una imprudencia pronunciarse en cualquier caso.

Por todo eso confío en el Poder Judicial y en los tribunales. Absolutamente. Aunque solo fuera porque juzgar es de su competencia, no del gobierno, ni de los periodistas, ni de los ciudadanos ajenos a este digno oficio que es el jurisdiccional. Pero opinar es libre, aunque no toda opinión sea respetable en el fondo cuando proviene de la ignorancia. La tierra es plana.

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