Opinión
La vida artificiosa

Estudiantes de un instituto, a las puertas del centro con sus teléfonos móviles. / Antonio Amorós
A poco que uno eche un vistazo a su alrededor, observará penosamente, con ese rastro de nostalgia tozuda, que gran parte de los utensilios de antaño han desaparecido o se han trocado en espantajos de la era moderna: qué fue del molinillo de café, se pregunta uno sujetando la lagrimilla en un rincón, bajo el párpado. O de aquel exprimidor manual de naranjas, o de aquella panera con persiana. Habría que organizar visitas guiadas por el piso de la abuela para mostrar, no a los nietos, sino a los propios hijos, las reliquias de un pasado.
Pero el trabajo de cicerone que la abuela se hubiese empeñado en adoptar —otro oficio que se va a ir a hacer puñetas en breve, el de cicerone, y también el de abuela, sustituidos ambos por la tecnología— habría caído en saco roto: de qué sirve disertar apasionadamente sobre las virtudes de aquellos viejos aparatitos, tan entrañables, si los nietos, y también los hijos, van a permanecer todo el tiempo con el morro pegado a la pantallita del teléfono: "Perdóname, abuela, es que me están escribiendo del trabajo". Friendo patatas de lunes a viernes, en aceite de motor reciclado, y le escriben del trabajo un domingo a las diez de la mañana. Del trabajo de mamporrero.
Ningún reparo se debe albergar con respecto a la modernización de las infraestructuras, es un alivio poder desechar aquellos obstáculos que no hacían sino interrumpir el progreso. Qué sería de la ciencia, qué sería de la medicina sin los avances de la tecnología. Pero debiéramos oponernos frontalmente a que nuestras vidas, en su apartado más personal, más íntimo, se conviertan en un absurdo, en una aberrante comedia por culpa de unos cachivaches de extravagante inutilidad: encender las bombillas de la salita de estar a través de una aplicación del teléfono, no vaya a ser que se nos parta en dos el espinazo al levantarnos del sillón. Tres horas programando el robot de limpieza para que repase la esquinita del dormitorio, en lugar de sacudir, a riesgo de que se nos desvíe la cadera, tres rápidos escobazos. "Es que yo, sin el robot de limpieza, ya no puedo vivir". Oh, maravilla, pero sin cerebro sí parece ser que pueda usted seguir haciéndolo.
Se eleva el grito desgarrado en el cielo: las criaturas se distraen demasiado con tanta tecnología en las aulas: quién podría haber aventurado semejante desastre. Para qué queremos el raciocinio, de qué nos sirve el sentido común o la memoria si tenemos buscadores de internet. Abandonada la voluntad de esforzarse, de exprimir obstinadamente el seso, para qué molestarse, verbigracia, en intentar escribir una buena novela cuando puede tomarse el atajo tramposo de la tecnología, un vergonzoso atajo que ha venido a revelarse como una portentosa varita mágica para los vagos, para los timadores más carentes de escrúpulos. Por pura coherencia, el matrimonio se habría extinguido, es decir, el propio evento, la celebración de la unión, pero cómo luce una boda en las redes. Si no existiera Instagram no se casaría nadie: a qué montar hoy semejante teatro, a qué empeñarse hasta los ojos si solo fuesen a presenciarlo las cuñadas y tres primos de Albacete.
Demasiado tarde ya, demasiado grotescos suenan ya nuestros lamentos en este mundo, en esta patraña contemporánea de artificiosa inteligencia.
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