Opinión | Tribuna
El ruido

El ruido.
Como si fueran pocos los obstáculos que van creciendo en el camino y que se empeñan en impedir que disfrutemos de una vida placentera, si por placentero se entiende vivir mejor que el vecino y renunciar a comer semanalmente con la suegra; por si fueran pocos los obstáculos, decíamos, a menudo nos encontramos también con esa especie de peste negra que enturbia el horizonte y que no es otra cosa, y menuda cosa, que el ruido ambiental. Con el ruido ocurre como con la mala fortuna, que no desprecia a nadie ni se atiene a su posición social. Tiene el ruido mucho de azar, y mucho, muchísimo, de mala educación, de pobreza de espíritu, de miseria personal.
Esos lectores de novela clásica, pues todavía unos pocos sobreviven, aun cuando son perseguidos y se los intenta extinguir alegremente a garrotazos, en ocasiones tienen la ventura de toparse con curiosas observaciones, escritas hace más de doscientos años y puestas en boca de algún personaje desdichado. Exclamaciones del tipo: "Ah, estos jóvenes de ahora no respetan ya a los mayores", o "Qué terribles tiempos vivimos hoy, tan carentes de valores". Curiosa paradoja, enorme sorpresa: el ser humano no ha cambiado nada, ni cambiará jamás. Pensamientos similares se encuentran incluso en la literatura de los griegos milenarios. Y estas reflexiones armonizan muy bien con esa sentencia tan manoseada, tan vigente aún: "Cualquier tiempo pasado fue mejor". Prodigiosa mentira, monumental engaño.
Si bien es cierto que, al fin y al cabo, no se trata más que de entender que son épocas alternas, que son periodos cíclicos -por razones políticas, por los desastres que acarrea una guerra o por las calamidades que siembran fenómenos naturales- en que la educación y el comportamiento social, en un entorno determinado, adoptan de cuando en cuando un tono más comedido, más moderado, más reprimido, no es menos cierto que las personas exhiben invariablemente un abanico de cualidades inseparables de esa esencia tan singular del ser humano. En una palabra: siempre ha habido y habrá zoquetes y eruditos. Siempre ha habido y habrá imbéciles y criaturas adorables. Es la edad, es el cumplir años lo que nos vuelve más irritables, más conscientes de la indelicadeza de los demás. Es el abrazar las sospechosas virtudes de la madurez lo que nos hace odiosa a los ojos la juventud.
Ese energúmeno con la matraca musical a medianoche, ese taconeo mortificante a horas intempestivas, ese ciclomotor desgarrando la hora de la siesta con su berrido infernal, el abominable goteo de las señales acústicas, del claxon insoportable bajo la ventana, los tres borrachos diarios canturreando de madrugada, el portazo continuo de la vecina... Ese ruido permanente, gratuito e injusto en la mayoría de los casos, que no nos deja vivir en paz, que va socavando minuciosamente nuestra cordura. Como si fueran pocos los obstáculos. Como si no bastasen las astutas artimañas del cuñado para amargarnos la existencia. Todo ese ruido insufrible que nos enferma, y que un barniz de buena educación sería más que suficiente para evitarlo. Peras al olmo.
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