Opinión | En la barra del Café Época
Lo mejor de nuestra casa, nuestros clientes

Un profesional de la restauración preparando un pedido, en una imagen de archivo. / EUROPA PRESS
Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en España hay cerca de 275.000 bares y restaurantes, lo que equivale a uno por cada 175 habitantes. Así pues, con estos datos sobre la mesa, España ostenta el novelesco título de ser el país con más bares y restaurantes por persona del mundo.
Para los españoles, los bares son algo más que simples establecimientos donde se sirve comida y bebida. Podríamos aventurarnos a decir que son su segunda residencia con terraza y vistas a la calle, y, en sí mismos, son puntos de encuentro donde poder reunirse para hablar, criticar, leer, dar solución a las cuestiones más difíciles e irresolubles, relajarse un rato después de un largo día de trabajo o, simplemente, disfrutar en compañía.
Los bares están perfectamente integrados en la cultura y la vida cotidiana española y, hoy por hoy, son imprescindibles para mantener nuestra forma de vida social y nuestro modo de relacionarnos con los demás. No hay celebración, por pequeña que sea, que no esté ligada a un establecimiento hostelero: el nacimiento, el bautizo, los cumpleaños, la boda, encuentro familiares, celebraciones con los amigos y también donde se crean muchas parejas. Toda, absolutamente toda nuestra vida social y nuestra relación con los demás, está mediatizada por un bar, una cafetería o un restaurante, y no se crean, yo considero que es bueno que sea así porque es una característica que nos define, que nos hace ser uno de los pueblos del planeta más abiertos y comprometidos.
Y nuestra ciudad, no es una excepción, todo lo contrario, Elche ha sido, es y será una ciudad de bares, donde la vida social, económica, política, sentimental y personal de los ilicitanos e ilicitanas se perfila, se comparte, se configura y transcurre entre cañas de cerveza, ensaladillas, patatas fritas y frutos secos.
Todos y todas hemos tenido y tenemos nuestro bar, donde hemos compartido las alegrías, las risas, la felicidad de nuestras vidas, pero también nuestros sufrimientos, nuestras penas, nuestras lágrimas, nuestros triunfos y nuestros fracasos, allí es donde se han forjado a golpe de vermuts y cañas las amistades eternas, los amores más tórridos, los proyectos innovadores, las ideas más locas y los acuerdos políticos más impredecibles.
En un bar, la vida se abre camino, como sucedía en la película de Parque Jurásico, pero sin necesidad de dinosaurios, solo basta la compañía y un plato de magra con tomate.
Este tesoro cultural, económico y social que hoy poseemos es el legado de aquellos que en el tiempo de la «Pepeta» emprendieron la ardua tarea de regentar un bar y en los anales de la memoria habitan establecimientos históricos con nombres tan épicos como «El Bar Mercantil», «El Savoy», «El Bacalao», «El Bar Leguey», «El Bar Salvador», «El Bar Casanova», «El Bar Nido», «El Bar Negresco», «El Bar El Siglo», «El Bar Plata», «El Bar El Molinet», «El Bar Madrid», «El Pasapoga», entre otros. Estos aventureros fueron los precursores, pero hubo otros que siguieron este legado y no solo lo aumentaron exponencialmente a medida que crecía la ciudad, sino que incluso lo mejoraron sustancialmente, convirtiéndose en lugares que forman parte sentimental de nuestras vidas, como fueron «El Bar Nobel», «El Mónaco», «El Bar Moka», «El Bar Paquito», «El Bar Privato», «El Eustasio», «El Marfil», «El Florida», «El Trenet», «El Villalobos», «El Parres», «La Teulera», «El Boquerón de Plata», «El Montiboli», «El Canterelles», «El Bar Deportivo», «El Bar Habana», «La Royal», «El Bar Charly», «El Palmeral y la Dama», «El Valverde», «El Tabarca», «El Águila», «El Sepia», «El Bar Vinalopó», «El Bar Misisipi», «El Arlequín», «El Bar Villena», «El Bar Avenida», «El Granaíno», «El Bar El Pino» o «El Bar Central», entre otros.
Muy pocos de los que hemos relacionado sobreviven en la actualidad, el paso del tiempo, las modas, la transformación de las formas y gustos del consumidor y la falta de relevo generacional han provocado que estos establecimientos otrora llenos de vida hayan languidecido hasta desaparecer y con ellos se hayan marchado parte de nuestras vidas. Conste el reconocimiento más agradecido a todos los que regentaron estos bares de alguien que los disfrutó y que ha vivido en ellos momentos vitales que me han configurado como persona.
Pero, como digo, la vida se abre camino y, en el mundo de los bares, todo ha cambiado que es un contento, vaya si ha cambiado. Podemos empezar por la nomenclatura. Ahora ya no se estila eso de ponerle el nombre o apellidos de la persona o familia que lo regenta: Eustasio, Privato, Paquito, Villalobos, Parres, ni de una ciudad, Madrid, Mónaco, que va, ahora se estilan otros usos. Los bares de ahora se denominan de forma muy variopinta. Unos con nombres como Los Siete Pecados o El Purgatorio, que uno al leer el cartel se acojona y piensa: «Cuando salga de aquí me toca ir directo al confesionario». Otros con nombres de lugares donde uno pues no acostumbra a comer como El Garaje, La Fábrica, La Biblioteca, La Basílica o El Trastero. Otros con nombres sugerentes como Gloria Bendita, Mestizaje, Sal i Fum o Chico Calla. De hecho, los cocineros ahora se les denominan chefs y a los camareros se les conoce como restauradores, nombre que considero muy apropiado teniendo en cuenta como visten en la actualidad. Atrás quedó el uniforme de camisa blanca, pantalón negro y delantal blanco, ahora para ser camarero tienes que ser hípster: llevar barba, el pelo largo cogido con una cola, gafas de pasta del tamaño de un televisor, dos pendientes en la oreja izquierda, un piercing en la nariz, vestir todo de negro, como si llevaran luto, portar un delantal negro hasta los tobillos con tiras de cuero y perfumados de Loewe, que en vez de camareros parecen personajes salidos de Matrix, eso sí, muy formados, normal, pues para poder descifrar la carta del establecimiento es necesario no solo conocer el esperanto, sino pensar y soñar en este idioma.
Hoy en día no te sirven de aperitivo un plato de olivas, sino un conjunto de perlas esferificas hechas con jugo de cinco tipos de aceitunas, picante con piparra y mousse de gordal, sobre una cama de filamentos de trigo, tostado a 37,2 grados centígrados Celsius, justos, no a 37,3 grados ni a 37,1 grados, ni en la carta hay un plato de carne a la plancha, ahora lo que se te ofrece es un chuletón de euro salvaje asado sobre brasas mustias de cedro, con pimientas del mundo a la mantequilla de ajos negros, kimchi casero, sobre una cama de patatas violetas hojaldradas al enebro, todo ello regado con un vino fermentado en barrica de alcornoque traído expresamente del lejano Oriente, con aroma afrutado y embotellado en cristal de Swarovski y cerrado con tapón de corcho humedecido con agua del Jordán, vamos, que te has comido un plato de olivas, una chuleta asada y te has tomado un vino, de los de siempre, pero ahora todo elaborado, deconstruido y modernizado.
Pueden decirme antiguo, pero miren yo sigo prefiriendo aquellos bares en cuya carta hay ensaladilla, croquetas y magra con tomate, donde el camarero viste como un mortal y donde al pan se le dice pan y al vino, vino, y no crean, sigue habiendo sitios así en nuestra ciudad, y muchos, como La Teulera, el Bar Crespos o El Valverde, entre otros.
No olviden, aquella letra de la canción de Gabinete Caligari: «Bares, que lugares tan gratos para conversar». Y me despido con un dicho que leí colgado en la pared de un bar de carretera: «Aquí se fía a personas mayores de 90 años que vengan acompañadas de sus padres».
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