Opinión | Palabras gruesas

Alemania y sus complejos

El presidente de CDU, Friedrich Merz, junto al presidente de la CSU, Markus Soeder.

El presidente de CDU, Friedrich Merz, junto al presidente de la CSU, Markus Soeder. / Clemen Bilan / EFE

Cuando se atraviesan momentos de incertidumbre es cuando afloran, con más intensidad si cabe, los complejos. Es lo que está ocurriendo a Alemania, con la profunda crisis que vive, encadenando dos años de recesión, con una economía estancada y un modelo productivo en crisis arrastrado por el desplome de su poderosa industria automovilística.

Pero no se trata, únicamente, de que el potente sector de la automoción esté descolgándose de los avances de la electrificación y la modernización impulsados por países como China, sino que hablamos de una crisis estructural sobre un modelo anclado en un sistema productivo del siglo XX que está perdiendo el tren de los avances digitales del siglo XXI. Un buen ejemplo de lo que decimos lo tenemos en que una potencia como Alemania sigue utilizando el antiguo fax en sus comunicaciones institucionales, como bien saben todas aquellas empresas españolas que trabajan con este país.

Pero el declive alemán toma cuerpo en otros muchos campos, algunos muy visibles como sus comunicaciones, infraestructuras y equipamientos, en otro tiempo orgullo de su poderío, pero que en estos momentos necesitan de una profunda renovación. Las envidiadas autopistas germanas sin límite de velocidad, las autobahn de la posguerra, están saturadas en muchos puntos y necesitan una profunda renovación, al igual que miles de sus puentes. Sus trenes y su sistema ferroviario, símbolo de eficiencia y puntualidad, se han convertido en un dolor de cabeza por sus constantes retrasos, sus cancelaciones y los problemas de conexión, hasta el punto de que Suiza ha revisado sus conexiones ferroviarias con este país para no dañar el funcionamiento de su propia red. La compañía ferroviaria Deutsche Bahn ha reconocido que un 37,5 % de sus trenes de larga distancia sufrieron retrasos significativos en el pasado año, teniendo que pedir públicamente disculpas. También recientemente, la asociación de profesores alemanes (Deutsche Lehrerverband) ha denunciado las malas condiciones de miles de guarderías, colegios e institutos en todo el país, con «ratas en las tuberías, goteras, falta de higiene en los lavabos y aislamientos térmicos de mala calidad», reclamando una inversión urgente de 10.000 millones de euros.

Muchos de estos problemas tienen un denominador común histórico. Alemania ha acumulado ahorro a través de sus impresionantes superávits comerciales, pero con una muy baja inversión del Estado que, además, tiene limitado estrictamente el endeudamiento al 0,35 % del producto interior bruto, algo recogido en su Constitución que ahora se quiere modificar para hacer frente a los gastos para la recuperación y el impulso a la modernización de su ejército, a la vista del giro que ha tomado la guerra en Ucrania y la nueva política de defensa impulsada desde la administración Trump en la Casa Blanca.

Precisamente la guerra en Ucrania, iniciada en febrero de 2022, acentuó otros muchos desafíos pendientes en el país. Alemania basaba su desarrollo económico y su bienestar en el suministro de energía barata desde Rusia a través de los gasoductos del Nord Stream, impulsando su industria pesada, automotriz, química y metalúrgica a la vez que proporcionaba calor y energía a los hogares. La voladura de los gasoductos del Nord Stream, en plena crisis inflacionaria y sin capacidad de sustitución rápida, ha llevado a la apertura de minas de carbón cerradas para alimentar centrales muy contaminantes e insuficientes, con unos precios de la electricidad muy superiores a los de España. A la humillación de soportar la destrucción de su principal suministro energético se ha añadido su apoyo a Ucrania, con el envío masivo de armas y equipos militares, encontrándose con que en la misma ciudad alemana de Múnich el vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance, alentaba el apoyo a la extrema derecha pronazi, confirmando que Europa no tendrá nada que ver en el proceso de paz que ya se está negociando con Rusia, que certificará la derrota de Ucrania y de la UE.

Y en este escenario, solo faltaba que desde el entorno de Trump se impulsara a uno de sus demonios, el partido pronazi AfD (Alternativa por Alemania), como viene haciendo con entusiasmo el tecnomagnate Elon Musk. La ultraderecha alemana cuenta con el apoyo del gobierno norteamericano para desplegar su ideario racista, homófobo y nacionalpopulista, convirtiendo a los inmigrantes en el eje de sus odios y en los chivos expiatorios de los numerosos problemas que atraviesa el país. Por ello resulta llamativo que su líder, Alice Weidel, encarne muchos de los rechazos de esta fuerza neonazi: su pareja es una mujer extranjera de Sri Lanka, a pesar de defender la familia tradicional y rechazar la inmigración, vive en la ciudad suiza de Einsiedeln y tiene dos hijas adoptadas, cuando la extrema derecha rechaza la adopción por parejas del mismo sexo.

El nuevo gobierno alemán, que será fruto de un pacto, no lo tiene fácil para sacar a Alemania del estancamiento económico, alejar a la sociedad de los fantasmas de la extrema derecha pronazi, colocar al país de nuevo como uno de los grandes actores europeos, reforzar a la UE en momentos tan difíciles, subir a su sociedad a la revolución tecnológica del siglo XXI, modernizar sus infraestructuras y mantener su estado del bienestar, tener independencia defensiva y abrir una nueva geoestrategia mucho más policéntrica más allá de los Estados Unidos, cosiendo las costuras que siguen abiertas tras la reunificación. El futuro de Europa depende, estrechamente también, del futuro de Alemania.

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