Opinión | UN CARRUSEL VACÍO
Fama y legado
Lo cierto es que te pones a mirar la lista de ganadores a lo largo de los años de un premio supuestamente importante y, de todos ellos, solo reconoces un pequeño porcentaje

Fama y legado.
Hasta hace unos días, ignoraba quién era Bianca Censori. Digo más: desconocía, incluso, la ocupación de su marido, Kanye West, a pesar de que su nombre me sonaba. Ahora sé que es un famoso rapero y una persona sin escrúpulos. Y su esposa, una marioneta en sus manos. La polémica por su «vestido» en los Grammy –en realidad, una tela transparente que dejaba al descubierto su cuerpo, sin ropa interior– se ha extendido por todos los confines de la sociedad y por los transitados senderos de las redes sociales: esas guías espirituales contemporáneas. Nos ha quedado clarísimo quiénes son Kenye West y Bianca Censori.
Hace poco, hablaba con una persona muy querida que me transmitía la necesidad de conseguir dejar un legado a través de su trabajo; de lograr un reconocimiento en su campo. Él es científico y contribuye a descubrir nuevos tratamientos contra el cáncer infantil. Una honrosa tarea, más memorable y digna de reconocimiento que jugar al fútbol o, desde luego, exhibir a tu mujer como si fuera un caballo de carreras.
Sin embargo, reconocemos a Kanye West, a Cristiano Ronaldo o a Belén Esteban. Esta es la sociedad en la que vivimos. Respecto a la idea de dejar un legado, nuestra expectativa debe ser la obra y no la propia persona: que, desde el anonimato social, podamos contribuir a mejorar el mundo. A la mayoría de los científicos, médicos y profesores que han aportado cosas importantes a la sociedad no los conocemos.
Al llegar a este punto, siempre me acuerdo de mi padre, que fue maestro y director de un colegio público en Villaverde Bajo, un barrio obrero de Madrid. Gracias a él, se creó la biblioteca –abierta al barrio– y el comedor, y ayudó a muchísimas familias desfavorecidas. Murió a los sesenta y un años, al pie del cañón, como director de otro colegio madrileño. Nunca intentó dejar la huella de su nombre. Se llamaba José Ángel Casado y la placa que grabaron en su recuerdo Hbajo un madroño, en el último colegio en el que trabajó– hoy está rayada y apenas se distingue. No hace tantos años, pero es una sutil y descarnada metáfora de cómo los nombres se borran con el paso del tiempo. Sin embargo, la biblioteca de Villaverde Bajo sigue albergando ilusionados lectores, y sus antiguos alumnos no dejarán de recordarlo.
El legado más valioso es el amor. La bondad, la humildad: valores que, aunque suenen a cliché, no resultan tan habituales. Solo nos acaban recordando quienes nos aman; ya se lo dijo Rafiki a Simba, refiriéndose a Mufasa: «Él vive en ti». El mensaje de El Rey León puede ser acogido no solo por niños, sino también por adultos. Quizá, más por adultos, porque, en general, los adultos hemos perdido a más personas. Y de eso habla El Rey León: de cómo asumir la pérdida, de encontrar el equilibrio tras ella y convertirla en un legado. «Cuando te sientas solo», le dice Mufasa a Simba, mirando las estrellas, «recuerda que ellos estarán ahí para guiarte, y yo también». Simba necesita asumir ese legado para recobrar su perdida identidad: la sabiduría, la bondad y la justicia. Las enseñanzas de Mufasa perviven en su corazón.
En el circuito poético, los autores, a veces, nos obsesionamos con los premios. Como si un premio de poesía nos abriera las puertas del Olimpo. Lo cierto es que te pones a mirar la lista de ganadores a lo largo de los años de un premio supuestamente importante y, de todos ellos, solo reconoces un pequeño porcentaje. El resto permanece en el anonimato. ¿Y qué podemos decir de los artistas de Eurovisión, si apenas conocemos a los del presente año?
Admitámoslo: ninguno vamos a ser García Lorca, John Lennon o Albert Einstein. Por otra parte, a veces me planteo qué sería de mi vida si me hiciera famosa, en el sentido de salir a la calle y que la gente te pida autógrafos. Creo que no podría soportarlo. Porque si ya existen personas que me difaman y me critican «sin ser yo nadie», no me imagino lo que supondría aguantar a miles de criaturas anónimas poniéndote verde por las redes u otras cosas peores. Y, si no, pensemos en Lennon, ya que lo he mencionado anteriormente: muy famoso, sí, pero asesinado a sangre fría por un psicópata que estaba obsesionado con él.
El año pasado me crucé en el cine con Mario Vargas Llosa. Estaba hecho polvo, acompañado por una persona en la que prácticamente se iba apoyando para caminar. El caso es que nadie lo reconoció. O, si lo hicieron, fueron discretos, como yo: nada de autógrafos, de fotos. A mí no me gusta demasiado su obra, pero admito su lugar en la historia de la literatura. Y creo que nadie lo conoció. Por eso, la conclusión es sencilla: no confundamos fama con legado.
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