Opinión | Tribuna
La pobreza

La pobreza.
Algunas calles más al sur, las casas se han desprendido de esa belleza cordial, de ese transparente encanto de residencia acomodada. Existe, algunas calles más al sur, un cierto desorden palpable, una suerte de disposición desangelada en esa agrupación fría y melancólica de las viviendas. Es un barrio de pobres. Hay desconchados en los muros, hay flores cadavéricas sepultadas en macetas sin lustre, mendigando una caricia. Un perro merodea tímidamente cerca de la basura, con rumbo errático, flaco como una triste promesa. La ropa tendida, los harapos aleteando bajo las ventanas, ofrecidos sin pudor al juicio de los demás con desgarradora crudeza, es un indicador certero, inapelable. Los niños juegan aquí en la calle, como antes, sin pantallas –las pantallas reveladoras de progreso, de bienestar, de satisfecha alienación–, juegan con las manos desnudas, gritan alegremente y contemplan a los transeúntes con miradas risueñas y desafiantes. Es un barrio de pobres, no cabe duda.
En muchos de nosotros permanece atrincherado un enorme reparo hacia la pobreza, una especie de atávico terror sacrosanto, un asfixiante y burbujeante sofoco. Nos atenaza constantemente un miedo enfermizo y estremecedor, vivimos con el espanto de que la negra indigencia nos cambie forzosamente el paso, de que nos contamine con su viscosa salpicadura, de que nos estreche entre sus brazos descarnados. Nos referimos a la pobreza material, no a la escasez espiritual, no a la carencia de ética o de principios. Esta última daría para emborronar un artículo mucho más largo y mucho más feo, y, sin embargo, no está exenta en absoluto de ilustres partidarios.
Esta aprensión malsana hacia la miseria ha llegado incluso a establecer en nosotros los cimientos sólidos de una determinada conducta, de una singular filosofía. Por fuerza, nos decimos, los pobres han de ser personas diferentes. Es innegable que se trata de personas distintas. Admitiendo a regañadientes, y con no pocas dudas, que también son seres humanos, nos esforzamos en argumentar que su terrible realidad es consecuencia de una serie de personales convicciones: son pobres porque les da la gana, porque así lo han querido. Tuvieron en sus manos un futuro mejor, una vida próspera, desahogada, pero eligieron tozudamente el hambre y las pulgas. Optaron por el barro, por la calamidad, por caminar descalzos sobre las ascuas. Y no descartamos, por otra parte, una herencia genética, un abolengo antiquísimo de penurias y fenomenales desdichas. Incluso cierta complacencia. Y es esta persuasión nuestra, bendita vacuna, una forma muy saludable de ahuyentar los demonios susurrantes de la tragedia, es un modo peculiar de mantenernos a salvo de la pobreza y de evitar tropezar con ella en un recodo mal iluminado de la conciencia.
Pero debiera avergonzarnos a todos el dato escalofriante de la pobreza infantil en este país de charlatanes, debería helarnos la sangre en las venas. Se nos desmorona el chiste y hasta el sentido común cuando tratamos de abordar semejante episodio. Algo, y no sabemos qué, se nos retuerce dolorosamente en las entrañas.
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