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Caminos equivocados

Caminos equivocados / ILUSTRACIÓN DE ELISA MARTÍNEZ
La desintegración de la Unión Soviética arrastró la liquidación del Pacto de Varsovia. En esa tesitura, ¿no habría sido lo más conveniente para la seguridad europea transformar la Alianza Atlántica, la OTAN, nacida para contrapesar el Pacto, en una organización regional inclusiva de los viejos enemigos? Hace treinta años la Alianza distinguió entre, de un lado, los países de la Europa Central y Oriental, incluidos los tres países bálticos, y, de otro, Rusia, Ucrania, Bielorrusia y las otras nueve Repúblicas nacidas o renacidas de la Unión desvertebrada. A los primeros ofreció una Asociación para la Paz, como escuela de aprendizaje para la adhesión a la Alianza; a Rusia, un compromiso político encarnado en 1997 en una denominada Acta Fundacional. ¿Era posible ampliar la OTAN por el Este y, al mismo tiempo, reforzar la cooperación con Rusia mediante acuerdos estratégicos formales? Cabía hacer encaje de bolillos, poniendo límites a la ampliación, excluyendo el despliegue de fuerzas integradas de la Organización en el territorio de los nuevos miembros y, al tiempo, diseñando con la especial participación de Rusia un sistema de seguridad regional colectiva que, ¿por qué no?, podría ser una OTAN transfigurada. Pero no hubo voluntad.
Con la ampliación, la geopolítica europea sufrió cambios calificados de tectónicos. Para unos la ampliación al Este era parte de la solución del problema de la seguridad europea; para otros, para la intelligentsia rusa, un riesgo o amenaza añadida a esa seguridad. No había forma de compensar a Rusia por los daños que la ampliación causaría a sus intereses vitales. No había forma de encontrarle un acomodo conforme a su condición de gran potencia en paridad con la OTAN. Aquí entraba de nuevo Ucrania, aterrorizada en quedar en tierra de nadie, enarbolando su derecho soberano a solicitar el acceso a la OTAN frente a la exigencia rusa de que la OTAN rechazase una pretensión que llevaría a su frontera física los límites de una Alianza con la que ya limita en Kaliningrado. Se considera que Estados Unidos no fue ajeno al proceso de desestabilización de Ucrania y derrocamiento de gobiernos próximos a los planteamientos rusos.
Rusia percibe que es el hipotético enemigo y se siente excluido, aislado, como un oso acorralado. Se quiere cambiar unilateralmente el status quo en perjuicio de Rusia, reproduciendo viejas líneas de fractura, ahora mil kilómetros al Este. La ampliación aumentaba la percepción de seguridad de los nuevos miembros en la misma medida en que disminuía la seguridad de Europa en su conjunto. La OTAN debió ser tajante en la negativa a considerar la candidatura de Ucrania. En 1996 escribí: «Si Rusia sigue siendo el único país capaz de cambiar la configuración política de Europa por medios militares, es aconsejable graduar las medidas que en Rusia se perciben como atentados graves a sus intereses esenciales de seguridad de manera que permitan su digestión sin que el Oso reviente» (Civilizados, bárbaros y salvajes en el nuevo orden internacional, McGraw-Hill, Madrid). Obviamente, reventó.
Buenos proyectos de seguridad colectiva comprensiva, como la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE, 1990), poco apreciada por Estados Unidos y los atlantistas europeos ultramontanos, nació sólo cuando la OTAN había asegurado no sólo su supervivencia, sino su expansión. A la OSCE se asignó la protección de minorías y se la llevó más allá del Cáucaso. Uno de sus representantes, por cierto, firmó con Ucrania, Rusia y los líderes separatistas del Donbass los acuerdos de Minsk II, pronto incumplidos.
En 1999, el llamado «Nuevo Concepto Estratégico» de la OTAN fue más lejos. La Organización, concebida en origen como una alianza de defensa en el marco de Naciones Unidas, trocaba en mecanismo de intervención armada en cualquier parte del mundo donde considerara afectados sus intereses de seguridad, bajo el control exclusivo de sus propios órganos. Estados Unidos maniobró, por otro lado, para impedir una identidad europea de defensa al margen de la OTAN. En ésta el brazo europeo siempre estaría subordinado a Estados Unidos sin cuyo consentimiento nada se mueve.
El giro copernicano que el presidente Trump ha dado a la política de los Estados Unidos en Ucrania ha sumido en el desconcierto y la frustración a los miembros de la Alianza. La guerra de Ucrania era una guerra de la Alianza, que ahora abandona su hegemon y principal responsable en un ataque de sentido practico y común. Tienen que improvisar la Europa de la defensa que declinaron durante más de cincuenta años y cabe preguntarse si acaso no sería más constructivo, en lugar de invertir en la confrontación, hacerlo en la articulación de ese sistema de seguridad integrado al que no se le ha querido dar una oportunidad real en el pasado por motivos bastante obscenos.
Hace apenas medio año, los miembros de la ONU suscribían en Nueva York un bellísimo Pacto de Futuro, un cuento de hadas, tan distante de la realidad que sonroja considerar lo panolis que nos consideran sus firmantes. Vivíamos por el contrario una especie de renacimiento de ese Derecho Internacional de los países civilizados que articuló legalmente el colonialismo y el imperialismo en la segunda mitad del siglo XIX. Animados por la estampa híbrida de monjes y soldados que ofrecían los gobiernos del primer mundo la doctrina se empeñaba en la prédica del nuevo y discriminador orden de los escogidos, enfático en los principios humanitarios y descuidado en la creación y conservación de instituciones internacionales para servirlos, flamígero en la condena de los crímenes y saboteador de los tribunales que pudieran sentar en el banquillo de los acusados a sus sacerdotes, creyente en la incapacidad intrínseca de los países democráticos para el crimen. El Derecho Internacional debía retroceder a sus legítimos dueños para ser el instrumento canalizador de sus intereses mediante el juego de la diplomacia y la fuerza o, mejor, de la fuerza y la diplomacia. Estados Unidos va a lo suyo. Siempre ha sido así, pero ahora lo hace de forma más descarada. Sin envoltorios retóricos ni formatos consultivos. Unilateralismo en estado puro.
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